Llegas a la gran ciudad como
un apátrida nómada, más exiliado del mundo que cosmopolita. Nadie te conoce y
no conoces a nadie. Comienzas a vagabundear por las calles, te asomas a
portales, rostros, escaparates, miradas, gestos, ventanas, palabras:
todo aparece en un código familiar con el que se forman mensajes ajenos, muchas
veces incomprensibles, con el lenguaje del deseo que verbaliza infinitos
objetos que se rozan y se cruzan sin apenas coincidir, igual que letras en
palabras sin más sentido que el gemido.
Subes, por ejemplo, por la
calle Fuencarral. Llegas a la intersección con Sagasta, a la glorieta de
Bilbao. Te llaman la atención los ventanales de una cafetería. Te fijas en el
nombre: el Café Comercial. Te asomas al interior: espejos, mármol, madera.
Entras y huele a gente que se pasa dos horas sentados ante un café, dos horas
que podrían ser dos años, dos décadas, quién sabe si más. Ya dentro, te dejas
llevar por otro olor, por el perfume del silencio en medio de las voces y los
ruidos de vasos, tazas, cucharillas y platos. Es un silencio matizado por un
susurro de cuerpos que casi no se mueven, de pequeños elementos que se
desplazan unos centímetros. Sigues el silencio y subes unas escaleras.
Ya arriba, ves que el café se
prolonga. No era eso lo que te había llevado allí. Miras a la derecha: una
puerta abierta. Te asomas y allí está. Allí están los ajedrecistas, más viejos
que el café y más niños que sus edades. Miras los rostros desconocidos y los
conoces a todos y cada uno de ellos. Inmediatamente, entiendes las miradas, los
gestos, los silencios, las palabras en clave; entiendes a los que están
sentados jugando y a los que miran de pie; entiendes la tensión y la
relajación, el silencio y el mínimo golpe; entiendes que te miren como si tú
también llevases allí horas, días, años. Todos nos reconocemos.
Los ancianos de jugar
parsimonioso, los jóvenes y sus partidas rápidas, el hombre con gafas que ve
cómo van pasando los rivales, el gordo que suelta una frase sobre política, el
saludo punzante del envidioso, el apretón de manos al final de la partida. Es
un ritual que no cesa, que parece no haber tenido principio y que jamás
acabará.
Espero a que quede un sitio
libre. Nos saludamos brevemente. Me siento. Empieza la partida. Se acerca el
camarero con su chaqueta blanca: es otra pieza, tan desgastada y siempre
sorprendente como un peón o el mismísimo rey. Entonces aprovecho para mirar a
mi alrededor y echo de menos humo, humo de tabaco. Pero ha sido un instante:
e4, c5, Cf3…
He llegado. El ajedrez es la
tierra de todos, donde nadie es extranjero. He llegado a casa.
Lo has bordado, tío.
ResponderEliminarGracias.
Me alegra que te haya gustado.
ResponderEliminarGracias a ti por dejar el comentario.