domingo, 3 de marzo de 2013

Ajedrez: Donde nadie es extranjero


Llegas a la gran ciudad como un apátrida nómada, más exiliado del mundo que cosmopolita. Nadie te conoce y no conoces a nadie. Comienzas a vagabundear por las calles, te asomas a portales, rostros, escaparates, miradas, gestos, ventanas, palabras: todo aparece en un código familiar con el que se forman mensajes ajenos, muchas veces incomprensibles, con el lenguaje del deseo que verbaliza infinitos objetos que se rozan y se cruzan sin apenas coincidir, igual que letras en palabras sin más sentido que el gemido.

Subes, por ejemplo, por la calle Fuencarral. Llegas a la intersección con Sagasta, a la glorieta de Bilbao. Te llaman la atención los ventanales de una cafetería. Te fijas en el nombre: el Café Comercial. Te asomas al interior: espejos, mármol, madera. Entras y huele a gente que se pasa dos horas sentados ante un café, dos horas que podrían ser dos años, dos décadas, quién sabe si más. Ya dentro, te dejas llevar por otro olor, por el perfume del silencio en medio de las voces y los ruidos de vasos, tazas, cucharillas y platos. Es un silencio matizado por un susurro de cuerpos que casi no se mueven, de pequeños elementos que se desplazan unos centímetros. Sigues el silencio y subes unas escaleras.

Ya arriba, ves que el café se prolonga. No era eso lo que te había llevado allí. Miras a la derecha: una puerta abierta. Te asomas y allí está. Allí están los ajedrecistas, más viejos que el café y más niños que sus edades. Miras los rostros desconocidos y los conoces a todos y cada uno de ellos. Inmediatamente, entiendes las miradas, los gestos, los silencios, las palabras en clave; entiendes a los que están sentados jugando y a los que miran de pie; entiendes la tensión y la relajación, el silencio y el mínimo golpe; entiendes que te miren como si tú también llevases allí horas, días, años. Todos nos reconocemos.

Los ancianos de jugar parsimonioso, los jóvenes y sus partidas rápidas, el hombre con gafas que ve cómo van pasando los rivales, el gordo que suelta una frase sobre política, el saludo punzante del envidioso, el apretón de manos al final de la partida. Es un ritual que no cesa, que parece no haber tenido principio y que jamás acabará.

Espero a que quede un sitio libre. Nos saludamos brevemente. Me siento. Empieza la partida. Se acerca el camarero con su chaqueta blanca: es otra pieza, tan desgastada y siempre sorprendente como un peón o el mismísimo rey. Entonces aprovecho para mirar a mi alrededor y echo de menos humo, humo de tabaco. Pero ha sido un instante: e4, c5, Cf3…

He llegado. El ajedrez es la tierra de todos, donde nadie es extranjero. He llegado a casa.

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