ANDERSEN, Hans Christian. “La
niña de los fósforos”, en La sombra y
otros cuentos. Madrid: Alianza, 1995, pp. 240-3, traducción de Alberto
Adell.
Quizás habría sido mejor haber
escrito sobre “La niña de los fósforos” en Navidad para así intentar conmover
de manera más eficaz por lo menos a los corazones que en esas fechas están más
y mejor predispuestos a ser sacudidos gracias a la coraza de ternura fingida
que hay que ponerse para arrostrar las reuniones familiares y la generalizada
intensificación a la enésima potencia de la estupidez y rencores varios. Pero
he releído hoy el cuento, y estamos en octubre.
Recuerdo que de niño el relato
me dejó bastante frío. Sí, en el cuento hace frío: es Nochevieja, nieva, la
niña está descalza. Imagino que aunque lo leí en una versión diferente, la
historia es tan buena que aquel efecto sobre mí se puede considerar un éxito.
Volví a leer el texto cuando tenía veinte años. Es una edad muy mala para leer,
sobre todo si en ese momento se tiene entre manos el Werther. La historia me pareció cruel y simbólica, llena de crítica
social y cánticos al inmaculado reino que no es de este cochino mundo. La
postadolescencia es como la postmodernidad: un recrudecimiento decadente de lo
inmediatamente anterior.
Ahora veo que el cuento está
diseñado con habilidad efectista e incluso con cierto arte: la dosificación de
la información, el ritmo, el juego de colores, la retórica de los contrastes. Y
también veo que la historia me parece repugnante: la moral, el culto a la
muerte, la moralina, el sermón, la resignación como mensaje de un premio
futuro, el cálculo, la trastienda crítica de la teodicea, el dolor sin fuerza,
el cerebro anémico. Si es un cuento para niños, miedo dan los adultos en los
que se convertirán los que lo hayan leído de pequeños con el corazón tembloroso
y con el mismo corazón de callo como gelatina todavía tiemblen de emoción al
leerlo pasada la infancia.
Y disculpen (o celebren) que me vaya tan
pronto: voy a por un tratado de geometría.