martes, 30 de octubre de 2012

¿Será falta de fósforo?


ANDERSEN, Hans Christian. “La niña de los fósforos”, en La sombra y otros cuentos. Madrid: Alianza, 1995, pp. 240-3, traducción de Alberto Adell.


[Fuente de la imagen: Wikipedia]

Quizás habría sido mejor haber escrito sobre “La niña de los fósforos” en Navidad para así intentar conmover de manera más eficaz por lo menos a los corazones que en esas fechas están más y mejor predispuestos a ser sacudidos gracias a la coraza de ternura fingida que hay que ponerse para arrostrar las reuniones familiares y la generalizada intensificación a la enésima potencia de la estupidez y rencores varios. Pero he releído hoy el cuento, y estamos en octubre.

Recuerdo que de niño el relato me dejó bastante frío. Sí, en el cuento hace frío: es Nochevieja, nieva, la niña está descalza. Imagino que aunque lo leí en una versión diferente, la historia es tan buena que aquel efecto sobre mí se puede considerar un éxito. Volví a leer el texto cuando tenía veinte años. Es una edad muy mala para leer, sobre todo si en ese momento se tiene entre manos el Werther. La historia me pareció cruel y simbólica, llena de crítica social y cánticos al inmaculado reino que no es de este cochino mundo. La postadolescencia es como la postmodernidad: un recrudecimiento decadente de lo inmediatamente anterior.

Ahora veo que el cuento está diseñado con habilidad efectista e incluso con cierto arte: la dosificación de la información, el ritmo, el juego de colores, la retórica de los contrastes. Y también veo que la historia me parece repugnante: la moral, el culto a la muerte, la moralina, el sermón, la resignación como mensaje de un premio futuro, el cálculo, la trastienda crítica de la teodicea, el dolor sin fuerza, el cerebro anémico. Si es un cuento para niños, miedo dan los adultos en los que se convertirán los que lo hayan leído de pequeños con el corazón tembloroso y con el mismo corazón de callo como gelatina todavía tiemblen de emoción al leerlo pasada la infancia.

Y disculpen (o celebren) que me vaya tan pronto: voy a por un tratado de geometría.

sábado, 27 de octubre de 2012

John Kinsella juega a la poesía con el ajedrez


Creo recordar que en alguna ocasión ya dejé constancia aquí de mi gusto por el poeta australiano John Kinsella. Ayer, mientras hojeaba un par de antologías, encontré dos poemas en los que el ajedrez juega con los versos de manera mínima y máxima: desde la altura del título arroja su luminosa sombra de sentido para intensificar la emoción y ahondar el significado de dos desesperaciones y una misma soledad: las del loco y las del suicida. Casi nunca el ajedrez aparece en la Literatura de forma tan coherente y estructuradora.


Chess Piece Cornered

Mice in the eaves, and breathe well my dear
Breathe well my dear, mice in eaves in madhouse.
Breathe well in this
                                                  space
                                                  solitude,
                                                                     breath never
sweet breath, that lends me not
to the small persistent clutter of mice,
river long, and this, your breath
hard to find. Mice in their short breath
heard only at night. By the vent. By the pillow.[1]


___________________


Endgame

Who upon chewing glass
to a point where his lips, cheeks, and tongue
became a viscous paste
then took his leave
calling on the regenerative powers
of the river
and found a jetty from which to launch
his healing swim
who finished his can of emu bitter
and placed his shoes and the bulk of his clothes
neatly by the iron-knuckled
capstans.[2]



[1] TRANTER, John & MEAD, Philip (ed.). The Penguin Book of Modern Australian Poetry. Ringwood: Penguin, 1991, p. 459.
[2] KINSELLA, John. Poems 1980-1994. South Fremantle: Fremantle Arts Centre Press, 1997, pp. 218-9.

miércoles, 24 de octubre de 2012

Duchamp, ¿qué me pasa?


CIRLOT, Lourdes (ed.). Primeras vanguardias artísticas. Textos y documentos. Barcelona: Labor, 1993. Traducción de Lourdes Cirlot. (“André Breton: «Marcel Duchamp»”, pp. 117-121; “Paul Klee: «Experimentos exactos en el ámbito del arte»”, pp. 280-2).


En su escrito de 1922, André Breton afirma que “Duchamp no hace más que dedicarse al ajedrez y ya sería suficiente para él mostrarse un día inigualable en este juego” (ob. cit., p. 119). En un texto de 1928, Paul Klee dice que “El genio es el genio, es un don, sin principio ni fin. Es innato. Al genio no se le enseña, porque no entra dentro de la norma sino que es un caso singular” (ob. cit., p. 281).

Habrá quien opine que estas dos citas soltadas así, sin más, en el párrafo anterior, no guardan relación entre sí. Sin embargo, es más que probable que tan sólo así, soltadas sin más, como en el párrafo anterior, mantengan algún tipo de relación. Si, como creía Falla, el arte no se enseña pero sí se aprende, habría que preguntarse si existe algo así como una escala de valor creativo que, de menos a más, va del artesano al genio pasando por el artista. En caso afirmativo, al artesano se le podría enseñar su oficio y el artista podría aprenderlo, pero ambos carecerían de la posibilidad de cumplir lo que no se enseña en las escuelas y que caracteriza al genio, algo que Klee lanza con magistral ironía: “Se deberían poner deberes como, por ejemplo, la construcción del misterio” (ob. cit., p. 282).

Dudo que Duchamp quisiese mostrarse inigualable en ajedrez. Imagino que muy pronto conoció sus limitaciones como ajedrecista y que siempre supo que sus posibilidades creativas estaban en esas alturas de los misterios que el genio no puede evitar explorar. Ahora bien, Breton sí parece un artesano con ambiciones también artísticas.

Pero la pregunta es la siguiente: Si el campo en el que se manifiesta el genio no fuese el de la cultura, es decir, el de la expresión, la conservación y la transmisión, sino el de lo estrictamente efímero, ¿se podría seguir hablando de genio? Imaginemos una escuela invisible, la de las obras de los genios, regida por aquella pregunta de Nietzsche: ¿Cuánta verdad eres capaz de soportar? Y ahora imaginemos a una especie de Sócrates del que nadie puede guardar memoria material, alguien cuyas manifestaciones nadie registra más allá de la mera experiencia, alguien radicalmente ajeno a toda escuela, alguien cuya pregunta, por ejemplo, fuese: ¿Cuánta intensidad eres capaz de soportar?

Tal vez lo único que comunique la creación es la experiencia de la posibilidad de la creación. Por lo tanto, no supondría un error pensar que la cultura no deja de ser un azar que más bien transgrede las probabilidades de que el genio se haga sentir y saber. Y si la civilización es el negocio alrededor de la supervivencia y la cultura es el homenaje al mecanismo de la herencia mediante su idealización, entonces yo me pregunto, Duchamp, qué me pasa, qué son todas estas vueltas que doy alrededor de los moribundos monumentos funerarios.

sábado, 20 de octubre de 2012

Los sueños de la utopía producen las mismas pesadillas que la realidad de la vigilia


LONDON, Jack. “La fuerza de los fuertes”, en Relatos. Madrid: Cátedra, 1998, pp. 344-360. Traducción de Martín Lendínez, Francisco Cabezas, Jacinta Romano y M. I. Villarino.


Había no sé qué, luego inflación cósmica, después inflación bariónica, más tarde asimetería entre materia y antimateria… El universo se expande, se enfría, sus partes se acercan, se confunden – y este juego centrífugo y centrípeto parece no tener fin salvo que se regrese no al origen, sino a lo previo a lo que por ahora tenemos por principio.

Comprenderán que la vida del hombre ha cambiado después del salto de Felix Baumgartner y que yo siga sin tomarme nada en serio, por eso las noticias del telediario me llegan de la boca del que tiene a bien contarme cosas del mundo. Por lo que oigo, el mundo no va bien, a pesar del salto del americano.

Leo “La fuerza de los fuertes”, el cuento de Jack London. En principio, es decir, al final, un alegato en defensa del socialismo a las puertas de la Primera Guerra Mundial. En realidad, un resumen-ficción, una hipótesis tan imaginativa como antropológica acerca de cómo los hombres comienzan a unirse por interés, para luchar contra un enemigo común (y mientras unos duermen, otros vigilan), y acaban por luchar entre sí porque unos pocos tiranizan a la mayoría debido a la estupidez de los muchos y al abuso estratégico de las leyes que en un principio aseguraban la supervivencia de la comunidad.

El viejo cuento de la primigenia simbiosis entre los tontos y los malos. Y algo más. El cuento de London podría hacer pensar a muchos actuales indignados y manifestantes convencidos (los hay que lo son por pasar el rato) en la relación entre necesidad y cambio, entre utopía y repetición, entre interés y verdad.

Yo recomiendo la lectura de este cuento por recomendar algo. En tiempo de crisis, quizás se flote mejor en un poco de veneno.

miércoles, 17 de octubre de 2012

Sherlock Holmes tropieza con una bicicleta


CONAN DOYLE, Arthur. “La aventura de la ciclista solitaria”, en Aventuras de Sherlock Holmes. Madrid: Club Internacional de libro, 1993, pp. 165-85. Traducción de ?


Los protagonistas de las novelas detectivescas suelen cometer errores y eso hace que caigan bien, como, por lo demás, sucede con la gente de carne y hueso. Esos errores son de dos tipos: o puntuales, en el transcurso de las investigaciones, o generales: errores de carácter, a veces auténticos vicios, que en lugar de menguarlo, incrementan su atractivo.

Es raro ver cometer errores de bulto a Sherlock Holmes. Me consta que hay lectores tan honestos como para no dejarse llevar por el imperativo del gusto mayoritario y confesar que Holmes muchas veces les cae mal. Probablemente ese era el objetivo de Conan Doyle cuando ideó al personaje, como para compensar la irrealidad de las consecuencias de las facultades del detective con la realidad que hace que alguien con una inteligencia y una praxis superiores a la media se sienta soberbiamente orgulloso de eso y caiga mal a los mediocres, tal vez movidos por el miedo a lo incontrolable, miedo que se convierte en odio y desprecio gracias a ese mecanismo de defensa que parte del placer de tener razón.

De ahí que “La aventura de la ciclista solitaria” resulte un bálsamo para las heridas narcisistas. Porque en este cuento Sherlock no da una. Ya al comienzo advierte Watson que se trata de un caso sin apenas importancia en el que su admirado Holmes mete la pata hasta la corva. Y así es: Sherlock Holmes se dedica a criticar a su amigo, a meterse en peleas tabernarias, a adivinar a posteriori lo que adivinaría un lector de cinco años, y a hacer de simple gendarme. Lo cierto es que no se puede hacer peor.

¿Por qué, entonces, “funciona” el cuento de Conan Doyle? ¿Por qué se lee con agrado a pesar de la pésima traducción, de la estúpida trama, de la carencia de brillo de los personajes, y del predecible final, lo que en principio tendría que suponer el suicidio para una pieza detectivesca? Pues pienso que el texto se lee con auténtico placer porque posee esa calidad literaria que no precisa del efectismo de la psicología del lector rencoroso, ni de la fisiología de la sorpresa y el susto, ni del escabroso prurito del cotilleo. El cuento está bien escrito. ¿Qué más necesita? Y, con todo, aquí estamos dando explicaciones…

sábado, 13 de octubre de 2012

Hambre - Rimbaud


                         


Hambre

Si tengo gusto, no es más que
Para la tierra y las piedras.
Almuerzo siempre aire,
Roca, carbones, hierro.

Hambres mías, girad. Pasad, hambres,
              El prado de los sonidos.
Atraed el alegre veneno
              De las enredaderas.

Coman riscos que alguien quiebra,
antiguas piedras de iglesia
o de diluvios de antaño;
panes de los valles pálidos.



(Rimbaud: "Hambre", Una temporada en el infierno. En Poesía completa, Madrid: Círculo de Lectores, 1998, pp. 327-8. Traducción de Miguel Casado, Aníbal Núñez, Gabriel Celaya y Cintio Vitier).

martes, 9 de octubre de 2012

Ajedrez, poder y poesía


Dentro de la “Historia del envidioso”, dentro de la historia del segundo calenda –hijo de rey-, dentro de la historia de los tres calendas y las cinco damas de Bagdad, dentro de la historia de Scherezade, dentro de la historia de los hermanos Schahzenan y Schahiar, leemos:

“El príncipe ordenó después que le trajeran un juego de ajedrez y me preguntó, por señas, si sabía jugar y si quería jugar con él. Besé otra vez el suelo, me llevé la mano a la cabeza y le indiqué así que aceptaba tal honor. El Sultán me ganó la primera partida, pero yo gané la segunda y la tercera. Sin embargo, al notar que este le disgustaba, para consolarle, le hice un cuarteto y se lo entregué. En el verso le decía que dos poderosos ejércitos, que habían combatido desde la mañana a la noche con ardimiento, hicieron la paz y durmieron tranquilamente sobre el campo de batalla” (Las mil y una noches. Madrid: Editorial AHR, 1963, p. 147, traducción de Francisco Narbona).


[Ejemplo de la poderosa combinación ajedrez-poesía]

Fue atrevido el calenda, en ese momento convertido en mono, al no actuar como un pusilánime: cuando se juega con el poder siempre hay que ser consciente de que lo más probable es que estemos tratando con una especie de niño con una pistola y licencia de armas. Claro que ante el poder no hay disimulo ni subterfugio que valga, que garantice seguridad, y la misma actitud servil puede conducir al desprecio y la caída en desgracia. Las leyes del poder son las del privilegio. De ahí que el atrevimiento del calenda sea más una inteligente ausencia de estrategia y afección que, al fin y al cabo, no parte de la premisa de ser más poderoso que el poderoso, tan astuto como para saltarse su poder y aprovecharse de él. Si fuese así, el calenda habría sido cualquier cosa menos inteligente y habría quedado expuesto a su propia estupidez (la idea de llegar a ser más poderoso que un poderoso, lo que equivale a creerse, por ejemplo, capaz de mezclarse con la mafia y tomarles el pelo, y quien dice mafia, claro, puede decir Estado, banca, etc.) y a sus consecuencias, pues toda estrategia que la presunta astucia utilice como ley para vencer los privilegios del poder se parece, en definitiva, a lo que hacían aquellas gallinas del experimento que picaban en botones tras haberse encendido unas luces porque habían tenido cierta experiencia exitosa y habían concluido por convertir aquel mecanismo en cuestión de ciencia y fe, cuando ya los científicos habían programado la máquina para que la comida fuese expendida al azar, es decir, como a ellos les venía en gana.

El calenda se expone a la ira del poderoso que es derrotado sencillamente porque no puede evitar jugar mejor al ajedrez. Ahora bien, ¿cómo soluciona los problemas que acarrea la justicia en el reino del capricho? No con razones ni mentiras, sino con placeres: el poema del mono calma a la bestia del hombre.

sábado, 6 de octubre de 2012

Un cuento de Gogol, el desierto y la mirada


GOGOL, Nikolaj Vasilevic. “La noche de mayo o La ahogada”, en Taras Bulba y otros cuentos. Madrid: Club Internacional del Libro, 1993, pp. 151-181. Traducción de ?

Está la historia de las soberanas meteduras de mata. De Gogol se dijo que era el “Homero de la vulgaridad y de la insipidez”. Y que te llamen Homero no es poca cosa, sin duda, pero ni ese nombre se libra del irónico contagio de las palabras que en esta descripción lo acompañan. Si la historia de la humanidad, según Voltarie, es la historia de la estupidez, el cuento de los clásicos desprestigiados en vida, ¿qué calificativo puede recibir?

“La noche de mayo o La ahogada”, un relato cualquiera de Gogol, leído en una traducción infame, me hace pensar. Y digo pensar, no meramente criticar. Hay obras tan malas de las que se extrae algo bueno: el cabreo te hace encontrar en ti mismo la manera de corregir el atentado literario a través de la crítica implacable. Pero esto es como cuando aprendes de una paliza: agradeces haber aprendido y jamás le perdonas el método a quien lo empleó contigo.


[Mirada del hombre ante el desierto poblado]

Hay quien, escriba lo que escriba, acierta porque siempre añade algo de una calidad que compensa y eleva lo que lo envuelve. Así, pienso que en este cuento Gogol nos enseña cómo ha de ser la mirada (la escritura) en este mundo o desierto poblado: una mirada rápida en las transiciones, ante los cambios, ante el movimiento que acontece, y, al mismo tiempo, más lenta que cualquier movimiento, de una velocidad parsimoniosa que registra el milímetro y el milisegundo de lo que por el momento permanece en su ser. Esa lentitud que acompaña a la rapidez permite la impresión/expresión no sin apasionarse sino con la pasión del pensamiento que se lanza, paso a paso, paladeando la propia pasión, a los abismos de lo que perennemente huye de la desaparición en la que caerá.

miércoles, 3 de octubre de 2012

Los sueños del mundo


WELLS, H. G. “El sueño de Armageddon”, en El nuevo acelerador. Madrid: Unidad Editorial, 1998, pp. 60-92, traducción de Bibliotex.


De entre lo poco que he leído de ciencia ficción, me quedo con Asimov y Wells. Me pasa con este género como con el de fantasía (y, en general, con todo libro de género): a falta de Literatura (por lo visto, redactar y publicar libros de ciencia ficción, fantasía, rosa, policíacos, de terror o para niños y adolescentes exime, por ejemplo, de saber adjetivar), me gusta en estas obras todo lo que se aleja de lo fantástico, extraordinario y maravilloso, es decir, lo que se pega a la realidad y habla de la realidad (de manera que sigo pensando que lo del género es la parafernalia que oculta el no saber escribir Literatura).

Algunos textos de género (como este cuento de Wells, “El sueño de Armageddon”) poseen la rara cualidad de la claridad densa, una especie de escritura esquemática que engrana de manera simple y armónica varios mecanismos sencillos para formar un organismo esquelético en el que los movimientos y los roces operan la penetrante música de lo casi siempre invisible debido a la carne y la ropa con que se van disfrazando los seres en devenir. Lástima que esta desnudez se articule con una proporcional pobreza literaria.

La narración de Wells nos habla de eso que es la antítesis de lo fantástico y el tuétano de la Literatura: lo que todos, de alguna manera, sabemos. Nos habla de la naturaleza y el poder de la vida onírica y de los sueños (algo que no sólo nos asombra a los mediocres, niños o adultos, sino que también ocupó y preocupó a Platón, Descartes, Freud o Jünger); del amor y la esperanza como sueños del mundo; de los sueños del mundo, sueños de belleza y placer siempre eternos, como pesadilla final, como guerra del mundo contra sí mismo; de la guerra como juego bestial de aprendices de brujo; de la vida del hombre en el mundo, vida que es guerra hasta que no queda abolido el mundo durante un instante tan efímero e intenso y real como un sueño – muerto al despertar, inevitablemente, a la muerte de todo lo que es.

En Harmaguedón (si me permiten utilizar la traducción de la Biblia de Jerusalén) se reunirán las huestes del mal para luchar contra el Dios Todopoderoso. Guerra inútil con la que comenzará en la Tierra el reinado mesiánico de mil años. ¿Pero qué son mil años? ¿Qué son comparados con el tiempo pasado, con el tiempo por venir? ¿Qué son mil años y mil sueños en el despertar eterno? “¡Auténticas pesadillas! ¡Dios mío! Aves gigantescas luchaban y se destrozaban” (ob. cit., p. 92).