También en ese espacio de tiempo que es la pereza, que cuando llega de la mano de cierta tristeza roza el dolce far niente por la tangente de una agridulce irritación que anima a no reaccionar, se encuentran especies de tesoros sin valor, fósiles de tiempo, hundimientos del pasado, y perlas – esos frutos de la irritación – a los que se llega por la apnea de la inactividad, del dejarse llevar. Así, mientras leo A Journal of the Plague Year recuerdo los diez cuentos que hace más de diez años reuní bajo el título Juicios sintéticos a priori, y, en concreto, el último, que ahora ofrezco para su lectura: “La Tierra es redonda”. Y junto a estos despojos en las playas submarinas, también me animo a abrir la concha de lo que ahora me entretiene, unos Cuentos sucios. Habrá que aprender a flotar también bajo la superficie.
[John William Godward. Dolce far niente]
Al salir cierra la puerta. Queda solo en la estancia. Se vuelve y se acerca a la rendija por la que entra un segmento vertical de luz: desde la muralla hasta las tiendas de los sitiadores se extienden, sobre una superficie devastada, los cascotes de una erupción humana: miembros sin sentido, inservibles trozos de armas, cuervos muertos con la cabeza abierta a picotazos, perros pasados a cuchillo todavía con jirones de telas ensangrentadas en la boca, joyas, estandartes sin viento.
A su espalda escucha el llanto de un niño: van diez años. Hay criaturas que han nacido en la guerra y que no conocen otra cosa que estas murallas, altas, negras, cerradas a cal y canto salvo para dar salida a los hombres, a los jóvenes, a los niños, y dar entrada a sus restos. Conocen las cunas desarregladas, las horas y horas tumbados sin que su llanto sea consolado; conocen los rostros crispados de alguna de las mujeres que acierta a pasar a su lado, las manos impacientes que los sacuden, los gritos que contestan a sus llamadas. Siempre juegan a lo mismo, no conocen otro juego que el de lanzarse piedras y palos afilados, y el de revolcarse por el suelo, sobre ese manto de heces de los animales que alfombra la ciudad, imitando el cuerpo a cuerpo de la lucha y del sexo, pues todo es ya visible y nadie se atreve a detener al que está sufriendo y al que sabe que va a terminar en unas horas con su vida. Conocen la bárbara risa de los carroñeros, el cielo sobrevolado por aves que cargan con pedazos humanos del doble de su peso, que a veces se caen a sus pies como una lluvia macabra. Trabajan en la armería, en las caballerizas, en la herrería, cuidando el ganado, vigilando lo que algunos se atreven a plantar en sus jardines privados, constantemente saqueados; también cosen, corren detrás de los más pequeños, cachorros de las batallas, concebidos antes o después de la cólera del que se desvive para clavar una lanza, para blandir una espada, para levantar y bajar con violencia el martillo del hacha; niños que nacen con dientes, con canas, niños que muestran en sus miradas la progeria del odio, que lucen en su piel los edemas de una leche agria, cortada, la congénita fealdad del egoísmo que sólo quiere sobrevivir. Los niños practican con el arco, apuntan a las dianas con los ojos cerrados y clavan las flechas en su centro; luego los ponemos en fila, parapetados tras sacos de arena, a disparar sus dardos desde este lado de los muros. No saben si han acertado, pero si les preguntas te dirán que sí, que están seguros, como con la diana y sus ojos vendados; y se levantan y se van a rebuscar comida, y no ven sus cadáveres.
[Brueghel el Viejo. El triunfo de la muerte]
Las mujeres son hombres o son bocas, anos, vaginas, manos; son irracionales bestias vengativas que supuran rencor, que demuestran más crueldad que nosotros, o son fláccidos pellejos sin voluntad, enfermos bultos apenas recubiertos con harapos que se han abandonado y a las que se deja agonizar por toda la ciudad, pues ya nadie siente compasión y la ayuda no existe: existe el poder y la guerra, y es más valioso el enemigo que el ser que no puede morir matando para conseguir la victoria. Al principio se cantaba, se bailaba; por las noches refulgían las hogueras y a su alrededor celebrábamos fiestas alegres, que con el tiempo se fueron reduciendo a fúnebres plantos sin fuego, a calladas vigilias sin palabras, a nada. Y si en aquellos gloriosos días de la esperanza descabellada algunos poetas compusieron y recitaron épicos relatos que envalentonaban a nuestro ejército de espectros, cada vez más inerte y menos humano, al poco dejaron de hablar y se hizo un viscoso silencio que precedió a otro tipo de obras, a otras estructuras y cadencias, pesimistas, enrevesadas, tiznadas del sarcasmo del que es testigo de la crecida imparable de la estupidez. Entonces les rebanaron el cuello. Los lentos filósofos guardaron silencio desde el primer instante; recogieron sus escritos y se dedicaron a la medicina o a las artes de la arquitectura y de la estrategia bélicas. Ya no se les volvió a ver paseando solitarios o en pequeños grupos sin rumbo, ensimismados como flores en las corolas de sus ideas; no se les volvió a escuchar dialogando sobre la Naturaleza y las palabras y los números, y a partir de entonces, en el recinto de las murallas, aniquilado el espíritu de la ciencia, los hombres vagamos desorientados, confundidos, exhaustos, en una atmósfera malsana, opaca, que se te ciñe a la piel y hace que te chirríen los dientes incluso cuando duermes, si es que consigues dormir, si es que los aullidos de dentro y de fuera no son más estridentes que la sordomudez de tu cansancio. Ellos están fuera de casa, lejos de sus familias. Los envidio. Ellos podrán regresar. Aquí no quedará piedra sobre piedra. De aquí saldrán esclavos, proscritos, rameras, juguetes de la tortura. Hoy tengo que salir a campo abierto. Tengo que pelearme con él. Yo ya no le veo el sentido a todo esto. El horror se ha metido en mis huesos, en mis sueños. Esta noche he visto un carro dando vueltas y más vueltas alrededor de un planeta cercado, y su auriga, de ojos de loco, de hombre que padece la miseria de ir contra sí mismo, me decía con voz dulce: “La Tierra es redonda”, como si con ese enigma quisiera advertirme de un gran peligro, “La Tierra es redonda”. Pero yo salía a su encuentro, sintiendo la gravitatoria frialdad de otro cuerpo dentro de mí, marchando de frente hacia él, y ahí voy, sí, pues sé que la Tierra no es redonda y la recta es la distancia más corta entre dos puntos.
Cuentos sucios
[Lovis Corinth. Salomé]
1.
-Cuéntame un cuento.
-Cuéntame un cuento… Creo que así fue como se creó el mundo.
-Anda, por favor, cuéntame un cuento.
-Pero yo no sé ningún cuento.
-Pero tú los inventas. Anda, cuéntame un cuento.
-Los invento… Está bien. ¿Qué tipo de cuento quieres? ¿De intriga, de terror, de…?
-De amor. Quiero que me cuentes un cuento de amor.
-Sorpresa.
-Pero de amor de verdad. Un cuento sucio, de amor sucio, de toda la suciedad del amor.
-De la suciedad del amor.
-Sí, del amor de verdad, un cuento sólo de amor sucio, sólo de la suciedad del amor, un cuento verdaderamente de amor verdadero.
-Está bien.
-Dame un beso.
-Érase una vez el mundo. Y en el mundo estaba el amor. Y el amor era enemigo del mundo. Y el mundo estaba enamorado del amor.
-El mundo está enamorado de su enemigo, el amor.
-Tú cuentas los cuentos mejor que yo.
-¿Y ya está?
-Sí.
-Pero ese es sólo el comienzo. ¿Cómo termina el cuento?
-Es cierto. ¿Cómo termina el cuento? Quizás no tiene final.
-Ah, no, no, no, todos los cuentos tienen un final.
-A mí no se me ocurre ninguno. ¿Y a ti?
-Déjame pensar… Sí.
-Dime.
-Acércate. Acércate más, mucho más, más…
2.
Mientras subían la escalera de caracol, le tocaba el culo y el coño por debajo de la falda, por encima y por debajo de las bragas.
-Para.
Mira de arriba abajo, en escorzo.
-Quiero unos pendientes que brillen como Venus.
-¿Dónde voy a conseguir algo así?
-No “algo así”: eso. ¿Tú no eres geólogo? Encuéntralos.
-Pero usted es joyero. Y yo quiero unos pendientes que brillen como Venus.
-No: yo soy el mejor joyero.
-Entonces, encuéntrelos.
-¿Sí?
-Quiero unos pendientes que brillen como Venus.
-Imposible.
-¿No existen? ¿Ni siquiera en el mercado negro o en los museos?
-Sí.
-Encuéntralos.
-Me da igual quién los tenga y dónde los tenga. Quiero unos pendientes que brillen como Venus.
-Son piedras de un metal no clasificado. Se les ha clavado un pequeño garfio. Todavía están en una mina, a cielo abierto.
-Encuéntralos.
-Sabemos que los pendientes que brillan como Venus están ahí, donde tú estás. Hay mucha gente implicada en esto.
-Los habría visto.
-Mira bien. Están delante de tus ojos. Encuéntralos.
Mientras subían la escalera de caracol, le agarraba suavemente las bragas, el vello enredado en los dedos.
-Para.
Mira de arriba abajo, en escorzo.
-Agáchate más. Mírame.
Dos pequeños anzuelos se clavan en los ojos, que pasan a brillar en los lóbulos como Venus.
[Rembrandt. Betsabé con la carta del rey David]
3.
Al principio rompíamos relojes de arena. Luego encontramos uno que fuimos incapaces de romper; ya vivíamos juntos y nos lo llevamos a casa. Lo colocamos en la balda más alta de la librería y no le prestamos más atención hasta que uno de los dos, no recuerdo quién, lo colocó más a mano en la misma estantería, a la altura de los ojos, y a veces, cuando pasábamos por delante, le dábamos la vuelta y nos deteníamos a mirar, durante un segundo, cómo caía la arena hasta que un día nos sorprendimos los dos, de pie, enfrente del reloj, observando en silencio cómo se iba vaciando y llenando el reloj, perplejos como ante una antinomia.
Y esto duró hasta que el reloj de arena ocupó el centro de la mesa, junto al sofá, y ya no leíamos, ni hablábamos, ni nos tocábamos, ni nos mirábamos: nos turnábamos para girar el reloj y pensábamos en el falso tiempo de los relojes de agujas y esfera, que parece moverse en círculo sin fin, y que seguirá retornando y girando aunque el corazón se pare, cuando en realidad el tiempo es un segmento, una recta con principio y fin.
Y pensábamos en la luminosa mentira del reloj de sol, que sin nadie que lo contemple, sin necesidad de nadie para hacerlo funcionar, seguirá marcando las horas. Y pensábamos en la falacia de los relojes digitales, en la burla de los números infinitos bajo la cúpula sublunar.
Y pensábamos que sólo el reloj de arena decía la verdad, y que ver cómo va cayendo la arena angustia, y que si no hay quien le dé la vuelta, permanece el tiempo muerto, y que si tú eres la arena serás, tras la muerte, exactamente como fuiste en vida, y así siempre que se le dé la vuelta al reloj, y que la arena tenía que ser roja como la sangre porque es el sufrimiento que soportamos hasta que desaparece el último grano, y que si se deja reposar el reloj ese sufrimiento, cuya proximidad al final angustia, ha sido en vano, y que si se le da la vuelta al reloj, comienza idéntico a sí mismo.
4.
-No he podido avisarte. Pasaba por aquí y…
Se sentaron en el borde de la cama.
-¿Has visto la luna? Parece, más que nunca, un agujero en el cielo.
Se echaron sobre la cama. Se desnudaron. Estiró la mano, tropezó con la mesilla, cogió la luna, se la puso en el sexo.
-Vas a alucinar.
[Henner. La lectora]
5.
-Escucha: “Los egoístas siempre ganan”. Rebátelo.
-No puedo.
-Tú pierdes.
-Y tú ganas.
-¿Y sabes por qué? Olvídate de las consecuencias para los demás, de esa pragmática de los efectos llamada moral. ¿Sabes por qué los egoístas, hagan lo que hagan los demás, siempre ganan?
-Sólo sé que tú eres parte del mundo.
-Cierto. Pero, mira, los egoístas siempre ganan por la misma razón por la que el amor nunca se equivoca.
-Pero… Tú no me haces feliz.
-Ya, pero yo me amo por encima de todas las cosas, mi cosita linda.
6.
-Somos uno.
-A veces.
-Cuando sólo somos cuerpo y nuestros cuerpos están unidos.
-Sí.
-Es muy extraño. ¿La conciencia nos separa?
-No lo sé.
-¿Qué nos separa? ¿Qué distancia es esta? La conciencia… Esa voz que en silencio dice, ¿o se dice?, tú eres tú… A eso llamamos yo, a un decir tú… Y en silencio, en secreto. Eso es la conciencia, ¿no? Un lío, un contrasentido, un yo que es tú, que es un decir, ¿o un decirse?, tú… Y esa estupidez, ese galimatías es lo que nos separa… Que exista esa posibilidad de hablar en silencio, de ese espacio invisible, la posibilidad del secreto. Somos lo que no decimos, lo que velamos, lo que callamos, lo que ocultamos, lo que no mostramos, lo que no revelamos, lo que sabemos y nadie más sabe, el iceberg que muestra la punta y oculta su masa bajo la superficie. Eso nos separa, ¿verdad? Porque el cuerpo no tiene secretos, es siempre visible, y las sensaciones se funden, se confunden de piel a piel cuando todo es piel, cuando se tocan y no se distinguen: en esa oscuridad del tacto toda piel es la misma piel. Es todo culpa del maldito secreto, de su posibilidad, de que pueda haber algo invisible. Y ese es el yo, y eso nos separa, lo que no compartimos, nos separa la mera posibilidad de no compartir. Y la conciencia es nada, y guarda nadas, y a eso le llamamos yo, y cada uno con su yo, cada uno en su nada, a una distancia insalvable del otro yo. Es la posibilidad de no decir sólo y toda la verdad. Porque tú no puedes decirme sólo y toda la verdad, ¿verdad? No, no respondas. Yo sí puedo, y tú no puedes ser más humano y nada hay más humano que tú, y yo podría decirte sólo y toda la verdad, pero yo podría ser un árbol y generar a mi alrededor un espacio hospitalario, una sombra, sin necesidad de dejar de ser lo que soy, sin necesidad de hacer ni dejar de hacer nada. Pero tú no podrías ser un árbol, no podrías dar sombra, porque sólo puedes ser humano hasta el límite de la lucidez, y sólo das luz, y dejas de iluminar hasta llegar a cegar, y así sólo puedes ser humano hasta el límite de todas las posibilidades posibles. Y por eso sólo somos uno a veces, porque sólo se ama con el cuerpo y el resto es distancia.
-Se me acaba el saldo. Cuelgo.
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