sábado, 29 de septiembre de 2012

Los melocotones de Tolstoi


El tío Ephim envía a sus familiares melocotones que ha cultivado en su invernadero, y el campesino Tikhon los reparte entre su mujer y sus cuatro hijos, para asombro de estos, pues los confunden con manzanas y no saben qué es un invernadero. Llegada la noche, el padre les pregunta qué les ha parecido la fruta.


[Obra hecha con no sé cuántos miles de melocotones. Fuente de la imagen: http://mangasverdes.es/2008/02/05/24000-melocotones/. Sí, estaba complicado ilustrar este texto]

Serguey dice que ha plantado el hueso de su melocotón con la esperanza de que crezca el melocotonero. Vania disfrutó tanto que le pidió la mitad del suyo a su madre, pero tiró el hueso. Vassili recogió el hueso que había tirado su hermano, lo rompió y lo probó, y vendió su melocotón por diez kopeks. Por su parte, Volodia cuenta que se lo llevó a Gricha, su amigo enfermo. El padre le dice al primero que será un buen jardinero; del segundo afirma que es demasiado joven; al tercero le pregunta si quiere ser comerciante; y al último le dice que Dios se lo devolverá.[1]

Entre la última palabra que he escrito y esto que sigue puede haber pasado, tranquilamente, hora y media. He bebido agua, he fumado, le he echado un vistazo a una posición en el tablero de ajedrez, he escuchado música, he buscado imágenes para esta entrada, he pensado en la naturaleza de la estadística, he vuelto a fumar y cuando empecé a obligarme a sentarme de nuevo ante el ordenador, se me fue el santo al cielo de los melocotones.


[Scarlett Johansson y su escote, ejemplo de cielo de los melocotones. Fuente de la imagen: http://free-extras.com/images/scarlett_johansson_cleavage-3990.htm]

Porque quién me manda leer a Tolstoi cuando se pone alegórico y evangélico sin la excusa de lo ensayístico o autobiográfico… Pero es que no le tengo miedo a nada – y eso acaba conmigo. Así que ahora, al lío: He aquí un precioso cuento sobre el omnipresente y rastrero pragmatismo. Queda claro que Tolstoi critica con saña los comportamientos de Vania (un descuidado egoísta cuyo único interés es su propio disfrute, lo que redunda en que los demás pierden lo que tienen), Vassili (un estratégico mercader cuyo trabajo consiste en comprar  barato y vender caro, es decir, en cebarse con las necesidades ajenas) y Volodia (un filibustero de bienes eternos que se juega una recompensa celestial). El único que se salva de esta pseudoética de premios y beneficios es Serguey, quien devuelve lo que toma con la posibilidad de incrementarlo. ¿O no era este el mensaje del cuentecillo?




[1] TOLSTOI, León. “Los melocotones”, en Sus mejores cuentos. Madrid: Club Internacional del Libro, 1993, pp. 189-90. Traducción de ?

miércoles, 26 de septiembre de 2012

El atractor extraño


Maupassant, Guy de. “Magnetismo”, en Cuentos fantásticos. Madrid: Unidad Editorial, 1998. Traducción de Domingo Santos.


Sobremesa nocturna, alcohol, tabaco: los hombres, en la duermevela del bienestar y el cansancio físicos, empiezan hablando del magnetismo para terminar tratando de lo milagroso.

“Entonces cada uno aportó un hecho, presentimientos, comunicaciones de almas a través de grandes espacios, influencias secretas de un ser sobre otro” (ob. cit., p. 46).

El joven “negador empedernido”, diabólico racionalista, escéptico mordaz, exhumador de los restos eclesiásticos soterrados en el credo empirista, degustador empedernido de los placeres también de la carne; el joven empieza por la duda y llega a la certeza de la existencia no de lo científicamente inexplicable, sino de lo todavía inexplicado, y aplica la navaja materialista hasta quedarse con las magras coincidencias, únicos misterios, de naturaleza prosaicamente estadística.

El primer caso que propone convence a los que lo observan y escuchan con cierta condescendencia soberbia. El segundo caso, una experiencia personal, concluye con ese giro inesperado que hace del relato de Maupassant otra perfecta pieza literaria: tratando de luchar con su ejemplo contra la tesis del magnetismo, queda expuesto como objeto de aquellas “comunicaciones de almas a través de grandes espacios, influencias secretas de un ser sobre otro”.

Con mayor o menor fortuna, desde mediados del siglo XIX y todavía a principios de XX hubo hombres de espíritu científico que se aproximaron a lo paranormal con voluntad de verdad y con la menor cantidad posible de prejuicios. Ignoro en qué estado se encuentran en la actualidad estos estudios, si los hay. La ciencia nos habla de once dimensiones y los charlatanes siguen pregonando que su ignorancia es la prueba de la existencia de una variable polimórfica, “Lo Incognoscible”. No sé más, así que sigo sin enterarme de nada.

Lo cierto es que en el marco del vetusto pero aún eficaz esquema espacio-temporal nos rozamos y tropezamos con un número de incertidumbres infinitamente mayor que de certezas, y aun estas parecen estar a una impenetrable distancia de la verdad. No es de extrañar, entonces, que se busquen explicaciones que en principio parezcan tan descabelladas como a un hombre de hace milenios el hecho de que la Tierra fuese redonda.

Si llamo religiosa a la actitud de buscar fuera de la Naturaleza causas y sentidos a hechos físicos, me pregunto a qué obedece esta tendencia que algunos tildan de supernumerario vestigio del amanecer de la humanidad, la forma más básica (y quizás prototípica) de error. Se podría decir, según esta versión, que la susodicha actitud no es más que una equivocada estrategia de búsqueda de respuestas y soluciones a hechos inexplicados y que poseen una abrumadora carga emocional (miedo, deseo, dolor, placer, etc.), de manera que se estaría ante la prodigiosa búsqueda de una salida a una situación altamente insatisfactoria (la incertidumbre, el absurdo, la inseguridad, lo inevitable, el paso del tiempo, la muerte, etc.).


[Página del Timeo traducido al latín en 1491. Fuente: Wikipedia. En este diálogo de Platón, un sacerdote egipcio afirma que los griegos siempre serán unos niños...]

Los griegos, aquellos brillantes niños superficiales que todo lo veían lleno, identificaban lo real con lo posible. Pero, como decía Nietzsche, el cristianismo vino a hacer del hombre un animal profundo, lo que yo traduzco como la introducción de la nada en la experiencia y el pensamiento. El camino hasta Heidegger y su afirmación de que la nada está en el ser y lo posible está por encima de lo real, resulta inevitable e irreversible. Somos ahora niños viejos cuya realidad suena a hueco. Y, sin embargo, es ahora cuando tenemos todo lo necesario para pensar de cero, siempre desde el principio o no es pensar, la cuestión de la actitud religiosa.

Entre el mundo lleno de los griegos y el insalvable abismo ontológico cristiano nos encontramos con que los hijos de hombre y mujer se mueven en y desean lo real como el ser humano se funda en y aspira a lo posible. Ya no podemos entender de otra manera las líneas principales de las combinaciones y movimientos con las piezas ser, devenir y nada: “Si Dios existe, todo es posible”, “Si Dios no existe, todo es imposible”, “Si Dios existe, nada es posible”, “Si Dios no existe, todo es posible”. Es en este sentido en el que yo entiendo la actitud religiosa: como prueba de que el ser humano es un animal de posibilidades, y de que esto no es un error originado en un error, sino su mismísima esencia, pues lo posible es ese atractor extraño entrañado en el hombre que siempre es sí mismo y que constante y asintóticamente está yendo hacia sí mismo ejerciendo sobre su ser una influencia que salva toda distancia de espacio, tiempo y dimensiones.

sábado, 22 de septiembre de 2012

Ignorancia y asombro


Leí El nombre de la  rosa años después de haber sido publicado; lo leí, incluso, después de El péndulo de Foucault. Y lo leí, como también El perfume y La insoportable levedad del ser, muchos años después de que hubiesen pasado de ser meros best sellers a libros que, con el paso del tiempo, se consolidaron como obras de calidad literaria. Se trata de una manía: si al cabo de los años ni el tendero que se forró con él se acuerda del libro, yo no he perdido el tiempo; y si cada vez se lee menos, pero se lee, es que merece la pena que le dedique unas horas.

Pero voy al caso. Imagino que no fui el único que se asombró con la original y sorprendente idea de Umberto Eco, la del asesinato con páginas de libro envenenadas (toda una metáfora de buena parte de lo que se publica, por otra parte). Probablemente, en su momento se divulgaron los precedentes de la ingeniosa trampa, pero yo, siempre ajeno a los cántaros que van a las fuentes, no me enteré. Y mi ignorancia me permitió asombrarme.


[Ilustración de Lacy Hussar para Las mil y una noches. Fuente: Wikipedia]

Ahora releo Las mil y una noches y en la “Historia del visir castigado” encuentro lo siguiente:

“El rey obedeció y encontrando que la primera hoja estaba como pegada con la segunda, para pasarla con más facilidad, se llevó el dedo a la boca, para mojarlo con saliva. Hizo lo mismo hasta la sexta hoja y no viendo escritura ninguna en la página indicada dijo:
-Aquí no hay nada escrito.
-Volved todavía algunas hojas más – indicó entonces la cabeza.
  El rey continuó volviéndolas, llevándose siempre el dedo a la boca, hasta que el veneno que cada hoja tenía empapado hizo su efecto; el príncipe se sintió entonces agitado, mientras su vista se nublaba. Al fin, cayó al pie de su trono en medio de grandes convulsiones”.[1]

Esto me hace pensar en aquello que Jünger decía en sus diarios sobre qué dos libros se llevaría a una isla desierta, y eran dos libros orientales: la Biblia y Las mil y una noches. Yo también lo haría: ahí está todo. Y, a su vez, esto me hace pensar en que quizás la ignorancia sea el origen del asombro, de manera que la experiencia lo va imposibilitando y a esa incapacidad para ver lo nuevo en todo, a esa tara que impide mirar siempre como la primera vez se le llama conocimiento, que sería algo así, entonces, como el baldío que queda después de haber pasado por la tierra con las rejas del arado conceptual.

¿Nos suena esa idea del conocimiento? Las viejas y perennes ideas acerca del conocimiento como error: el conocimiento que hace sufrir, Habe nun, ach! Philosophie; el conocimiento como límite de la libertad, ese margen por el que a veces nos movemos gracias a la ignorancia; el conocimiento como ceguera progresiva debido a las gafas, para poder prever, de los esquemas. Yo, sin embargo, me llevaría a Biblia y Las mil y una noches porque me hacen saber y saborear, porque me llevan al conocimiento en carne viva y al asombro ante todo lo que es.




[1] Las mil y una noches. Barcelona: Editorial AHR, 1963, p. 81. Traducción del francés de Francisco Narbona.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

La Cueva de Salamanca, Cervantes y el prana

Lo bueno de respirar aire es que permite vivir; lo malo, que el oxígeno va oxidando, quemando, matando. Unos opinan que esa paradoja es la vida misma; por otra parte, hay quien dice que hay otra vida, pero más allá o más tarde, lo que hace de esta vida una palabra vacía, una no-palabra; también hay quien afirma que hay otra forma de vida en la que el aire que se respira no es este aire oxigenado de cada día, como si, en efecto y parafraseando a Novalis, hubiese otra vida – pero estuviese en esta.

Algo parecido pasa con los libros, ese aire que ha de respirar quien de vez en cuando quiera vivir la Literatura. Vuelvo a entrar en La Cueva de Salamanca y respiro hondo. 


[La Cueva de Salamanca, hace más de veinte años]

No me encuentro en el llano comiendo palabras que, como el aire, me dan la vida mientras me la quitan para dejar un rastro de heces, la huella de lo que se devora a sí mismo. Tampoco estoy en una alta cima donde el exceso de oxígeno hace que me desvanezca y anestesie, que pierda el sentido y los sentidos. Por eso con frecuencia regreso a Cervantes: para respirar Literatura, para leer en esa fuente de vida que da sin quitar, que enseña mostrando, que muestra el camino del horizonte abierto.

¿Para qué tantos libros para tan poca Literatura? ¿Para qué este insaciable empacharse de aire? El día que decida dejar de leer libros, viviré del prana literario.


sábado, 15 de septiembre de 2012

Benjamin y la historia: justificación y redención


La postmodernidad, ese intento de sobre-vivir (a) una vida de instantáneas planas a distancia, esa reflexión en y de la superficie, ese estrambote sin gracia que predica la muerte del pasado (historia o mito) para no diseccionarse cadáver del presente, ese caprichoso imperio de la re-producción estéril; la postmodernidad, digo, decreta la imposibilidad de mirar a y vivir las cosas mismas, decreto que es la consecuencia lógica, convertida en palabras (tesis, teorías: la realidad del lenguaje como reflejo sin objeto, espejo de sí mismo, burdo emoticono), de los límites de sus imposibilidades que imposibilitan la salida del narcisismo cobarde, el de los que nada valen y nada tienen que dar y convierten su miseria en una tiranía de zombis y vampiros.


[Angelus novus, de Paul Klee. Según Benjamin, una alegoría de la historia]

Con el cansancio llega el final de la paciencia. Hay momentos así de peligrosos, de doble filo. En esos instantes resulta prudente releer, por ejemplo, las “Tesis sobre la Filosofía de la Historia” de Walter Benjamin, no para aliviarse, es decir, para serenarse y anestesiarse, sino para convertir el cansancio en hartazgo y la impaciencia en acción.

Quizás sea la historia, el cuento del pasado, de las últimas cosas en las que hoy nos ponemos a pensar los occidentales mediocres. Estamos demasiado preocupados por un presente que no vemos ligados sino a la próxima (siempre, y como mucho, en un par de semanas) novedad económica y tecnológica. Sin embargo, la historia ya incluye el presente, todo instante, y dado que nos habla incluye también la palabra, y ya que nos habla de algo pasado, nos habla del tiempo. Y si somos palabra y tiempo, la historia habla de y nos habla a nosotros, ahora, de lo que somos: es la bio-grafía de lo que ya no podemos saber por experiencia. Ese es, al menos, el cuento sobre este cuento.

Benjamin habla de la historia como justificación o como redención. La historia que justifica es la de los ganadores y la de sus parásitos, prosistas de la masa, el progreso y los sistemas incontrolables; la historia que redime es la de los que, con los ojos abiertos, esperan en y de cada instante por venir el desvelamiento de lo que la historia, como una tumba o un ser amordazado, calla.


[Friné desnuda ante el Areópago, de Gérôme. ¿Y no será esta otra alegoría de la historia?]

Por mi parte, no entiendo la historia ni como justificación interesada ni como redención posible, sino como runas apenas legibles en la memoria de las conciencias encarnadas. En este sentido, la historia no sería más que el código genérico de las pasiones, un código tan manipulable como un palimpsesto borroso. La historia, pues, no como relaciones sociales, sino como renglones de rasgos (ruinas de letras fosilizadas) en la carne de la bio-grafía.

Entre dos mundos ficticios, el del pasado con sus presuntuosas certezas y el del presente con sus falsas dudas, me encuentro ajeno al mundo y sus descripciones y explicaciones, de manera que desde este límite o tierra de nadie observo cómo mi conciencia se va despoblando del desierto que crece a mi alrededor y en el que se hacinan, para retomar el comienzo de Benjamin, autómatas movidos por enanos en una partida que, si se juega, y se juegue contra y con quien se juegue, siempre condena a cuentos sin fin y a una derrota segura. La historia me recuerda la cadena de eslabones de soledad que nos une.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

Confieso que no he leído


Ayer lo intenté y no pude. Casi no recordaba la sensación de empezar un libro y saber que nunca lo terminaría, y eso me ha llevado a preguntarme qué razones puede haber para no acabar un libro.

El primero que dejé inacabado fue Archipiélago Gulag. Tendría yo dieciséis años y la edad no es disculpa: podría haberlo intentado años más tarde y ni se me ha pasado por la imaginación. Lento, el libro me pareció desesperadamente lento. Creo que no pasé de las veinte páginas. El segundo que dejé, este alrededor de la página cien, fue Paradiso. Esto ya es más raro, porque en principio no me desagrada lo excesivo, pero reconozco que la obra se me atragantó como si fuese una pella de hormigón armado. El tercero (ya en mi treintena) fue Ada, o el ardor. Cuidado que me gustan las novelas rusas y Nabokov y el delirio erótico, y, sin embargo, volvió a superarme la lentitud y el abigarramiento. Hace meses dejé en el primer capítulo Diary of an Adulterous Woman. En este caso, la explicación es sencilla: un libro de una superficialidad en proporción a su obesidad; y tal vez algún día tenga ganas de retomar su humor banal. Y ayer no pasé de la segunda página de Relatos de inmortales, de Poul Anderson: ciencia ficción, dicen que se llama este género de escorias.


Me doy cuenta de que no he terminado libros que no me han gustado. Y dirán que para llegar a esta conclusión no hacía falta ni haber empezado a preguntarse nada sobre el asunto. De todas formas, he leído libros que eran infinitamente peores y que me gustaban infinitamente menos. También pienso que uno puede no terminar un libro no porque no se quiera (porque no se soporte su lectura), sino porque no se pueda (la lectura queda interrumpida y el libro languidece en el limbo de los objetos perdidos todavía a mano). Y creo que los lectores somos, con el paso del tiempo, bichos de estómago cada vez más delicado y paladar si no más selectivo, sí menos paciente: lo que de joven se puede devorar, a pesar de las indigestiones de caballo y a fuerza de una voluntad zoológica, de viejo ahuyenta hasta la mismísima mirada.

Aunque tal vez todo se reduzca no a cuestiones de gusto y juicio crítico, sino de tiempo, como si a medida que va quedando menos se van perdiendo, ¿paradójicamente?, ganas y ansia, de manera que la distancia que va entre Archipiélago Gulag y Relatos de inmortales más que medirse en años podría contarse en los abismos que median entre la mala conciencia y la indiferencia.

domingo, 9 de septiembre de 2012

Las abejas de Maeterlinck


No sé nada, y todavía sé menos sobre las abejas. Maeterlinck escribió La vida de las abejas[1] en 1901, e imagino que desde entonces el conocimiento sobre estos insectos ha aumentado de manera exponencial, de forma que buena parte de la descripción y amagos de explicación científicas en esta obra habrán quedado obsoletas, refutadas.


[Maurice Maeterlinck. Fuente: Wikipedia]

Y, sinceramente, no solo me da igual sino que pienso que da igual. He aquí un libro que, al contrario de las teorías y observaciones científicas de las que hace uso, no caducará. La vida de las abejas estremece, asombra, inquieta, hace pensar porque Maeterlinck, con una prosa en la que se solapan la ironía, la pasión, el rigor, la filosofía y la literatura, nos expone a las preguntas capitales (sobre nuestro origen, destino y sentido) a través de una auténtica utopía que se disfraza de ciencia ficción (o, mejor, de naturaleza ficción) y que no dejaría indiferente, quiero creer, a un Nietzsche: Maeterlinck nos lanza sus preguntas acerca del papel y límites de la ciencia, límites que comparte (como el conocimiento con la ignorancia en la curiosidad y el error) con la ilusión; preguntas acerca de la libertad, el determinismo y la moral; preguntas acerca de la Naturaleza y lo instintivo, y la inteligencia humana; preguntas, en definitiva y parafraseando a Scheler, sobre el puesto del hombre en el cosmos.

Llamo a esta obra utopía no porque nos muestre una (totalmente o todavía) inexistente posibilidad vital envidiable o repudiable, sino porque nos remite a ese orden de cosas que todavía somos, siempre, a pesar y a través de nuestras sinapsis, circunvoluciones, pudores y civilizaciones. ¿Cuánto tenemos de abejas? ¿Y cuánto de lo que pensamos que no tenemos de abejas sigue siendo pura zoología? Esa utopía, paradójicamente, no es que no esté en lugar alguno, sino que obstinadamente se le niega realidad y presencia o se le intenta ganar terreno y dejar en nada para, así, y no por los logros sino por el intento, seguir siendo humanos, como si la labor del hombre no consistiese en exhumar, alzar y vivir sobre, entre y según la verdad, sino, más bien, en levantar ficciones sobre la verdad que ha de olvidarse constantemente para poder mantenerse erguidos no sobre el suelo sólido, pero inhóspito, de la verdad que abismal y apodícticamente nos resulta desconocida salvo por sus efectos, lo que somos, sino en el aire de los espejismos que necesitamos con el fin de durar con el consuelo de la ilusión de vivir, única manera de vivir.


[Esfinge de la muerte, un enemigo de las abejas. Fuente: Wikipedia]

Conozco a gente que ha decidido dosificar al máximo el contacto con los medios de comunicación. Están hartos del espectáculo de hambre, guerra, crueldad, injusticia. Quizás desean no perder una última brizna de fe en el ser humano; quizás, simplemente, tanto dolor les hiere la sensibilidad hasta el punto de sentir ese mismo dolor centuplicado. Yo, por mi parte, no entiendo qué es eso de la fe en el ser humano y ando rácano de sensibilidad, y, sin embargo, he de reconocer que hace años tuve que dejar de ver documentales sobre animales: cuando veía el comportamiento de un lobo, cuando veía la mirada de un orangután, cuando veía las costumbres de una mosca algo se revolvía en mi interior, y aún no sé si se trataba del peligroso asco ante toda ilusión o de la orgiástica, liberadora e infinitamente más peligrosa alegría ante el fin de toda ilusión.

miércoles, 5 de septiembre de 2012

¿Cómo puedo darme de baja?


Estoy suscrito, vía correo electrónico, a las novedades editoriales de varios negocios de impresión y venta de libros. Tengo mis tenderos favoritos y espero sus nuevas con el placer de quien aguarda la próxima venida al mundo del redivivo monstruo de siempre que certifica que este antro es, básicamente (o sea, al por mayor), un criadero de sandios más peligrosos que el denostado tabaco. El placer es tanto físico como espiritual: mi cuerpo entra en una aceleración que me hace sentir en el quicio del éxtasis, y mi mente me aúlla que en esta anárquica máquina de ordenadores y trujimanes puedo ser tan libre como me plazca.

Veo lo siguiente.


Abro el Word. Me pongo música a tono, relajante: Exploited. Sick bastard, Sex and ViolenceY escribo.

Escribo que aquí viene otra de Murakami. Aquí está la prueba de que la basura, aunque por los aires suba, sigue siendo basura. Aquí está otro tocho para adolescentes de más de treinta y cinco años, eternos pipiolos narcisistas adorados por su adorado relator, el de la escritura en simbiosis con lo escrito, esa coherencia de escribir estúpidamente sobre estupideces que por lo visto se llama literatura.

Traguémonos la sinopsis.

“Cuando el joven protagonista de esta novela siente la necesidad de ajustar cuentas con el pasado, viaja a Sapporo para alojarse en el Hotel Delfín […]”.

O el protagonista es joven o ya pueden ahorcarse, sean ustedes lectores o escritores. Este joven, además, aprovechando que es joven, tiene pasado, así que siente la necesidad de ajustar cuentas con su infancia, suponemos. O eso, o estamos ante otro caso de confusión cronológica, como si ya no hubiese diferencias entre un joven y un adulto. ¿Y las hay?

“[…] donde pasó una semana con una mujer que desapareció misteriosamente de su vida.”.

Misterio, amigos míos. Una mujer desaparece. Se va sin avisar y sin volver a dar señales. ¿Se irá, también, sin recoger los pelos del baño? Misterio. Un hotel, una semana, quizás unos polvos. Misterio… La mujer se va misteriosamente, quizás se va, sencillamente. Misterio… Intriga… Dolor de barriga… Qué pasará y cómo… Emoción.

“Su estancia allí propicia la aparición de personajes envueltos en un aura de irrealidad: […]”.

El joven está allí, en el hotel, y por eso aparecen otros personajes. Pa’ cagarse y no limpiarse. Los personajes están envueltos, sí, pero en un aura, oye, y de irrealidad. Esto se pone interesante. ¿Serán fantasmas, zombis, hijos de hombre y mujer inteligentes?


[Juan Luis Calbarro desmonta La literatura explicada a los asnos. Si hay asnos que escriben, todavía quedan lectores que piensan. http://librosquemegustaronono.blogspot.com.es/2012/08/que-no-entiendo-yo-por-manual.html]

“[…] una guapa recepcionista que ha vivido experiencias inverosímiles […]”.

¡Hala, guapa! ¡Y experiencias inverosímiles! Es para no creérselo. Pero apostaría que ha conocido a mucha gente, tal vez porque es recepcionista. Todo esto penetra en la irrealidad…

“[…] una adolescente dotada de una aguda sensibilidad […]”.

¡Sí! ¡Una adolescente! ¡Y sensible! ¡Muy sensible! Ya puedo, a mis cuarenta primaveras, sentirme reconocido en más de un personaje de la novela. No tengo paciencia y quiero saberlo todo sobre esta adolescente dotada de una aguda sensibilidad porque me pregunto dónde la atesora. Tiro por la ventana el volumen de Goethe y voy al orinal antes de conocer la vida de esta adolescente, ¡ay!

“[…] o un antiguo compañero de colegio que lo meterá en aprietos.”.

Ya hemos llegado al ajuste de cuentas con el pasado, ya está aquí la infancia, los amigüitos del cole. Ya están aquí los aprietos, las dificultades existenciales. Me temo que el viejo amigo (de veinte años de edad, calculo) le ha pedido a nuestro héroe que cuente una mentirijilla para tirarse a la guapa recepcionista de experiencias inverosímiles o para meterle mano a la sensible adolescente. ¡Qué guay!

“Porque sólo se regresa al Hotel Delfín para poder empezar de nuevo.”.

Corro al Google para buscar todos los hoteles Delfín de este planeta de los simios, hago una lista, voy a mi mapamundi y tacho con rotulador indeleble los países en los que se encuentran.

Qué quieren: imaginen que por imprudencia o casualidad voy a parar a uno de esos hoteles y tengo que empezar de nuevo este comentario acerca de jóvenes con pasado, mujeres que se van sin despedirse, guapas recepcionistas de experiencias inverosímiles, adolescentes sensibles, amigos del cole, misterios y auras de irrealidad cuando lo que yo quiero es darme de baja, nada más: darme de baja de tanta chorrada.

sábado, 1 de septiembre de 2012

Billy Budd y la pareidolia


De vez en cuando tropiezo de casualidad con lo que me gusta, como si aun sabiendo que me gusta no pudiese ir a por ello, quizás porque se trata de un placer ambiguo en su violenta intensidad. Me sucede, por ejemplo, con Kleist, Hawthorne y Melville.


[Página manuscrita de Billy Budd. Fuente: Wikipedia]

Curioseo entre las estanterías y me encuentro con Billy Budd. Y, una vez más, me asombro con las largas oraciones, el virtuosismo adjetival, la objetiva omnipresencia del narrador-prestidigitador, la sobria sensualidad, el dilema existencial y el discurso mítico-bíblico, adánico o adamita, que moraliza desde fuera de las morales ordenadas.

¿Qué se ve en esta contenida y fogosa obra de Melville? Al artista y al predicador, es decir, al clásico escritor norteamericano, en la línea del ya nombrado Hawthorne, de Emerson y de Whitman, también de Henry James, pasando por Faulkner y llegando a DeLillo. En estos autores, el puritanismo ha dejado una huella indeleble que no se oculta ni con la aparente transgresión del mismísimo puritanismo: la religión natural, la moral del corazón, las leyes no prescriptivas, la dicotomía bien-mal, ese terrorífico ideal que es la idea de una pureza, pureza defendida con la fría pasión de un inquisidor herético; toda esta grandeza (porque lo es) de carácter intelectual y espiritual tiene su reflejo popular, es decir, mediocre y estúpido, en una sociedad de héroes confusos y códigos revueltos, de cómics y licencia de armas.

En alguna página de Internet (¿estadounidense, quizás?) en la que se puede descargar el texto en inglés, he visto que etiquetan Billy Budd como literatura homosexual (lo que quiera que esto signifique).


Como si fuese una mancha de Rorschach, el texto de Melville tiene la virtud de ponerse al servicio de la proyección del lector, lo que tal vez no represente esa prístina infinitud de las obras geniales pero que tampoco se reduce a hacer de neutro espejo del lector: Melville se mezcla con el lector arrojándole a los ojos un sutil borbotón de tinta que conmueve, nubla e ilumina la retina de ese órgano invisible con el que (casi nunca) vemos lo que sucede a nuestro alrededor, ahora mismo, a nuestro lado.

Y, por cierto, no otra cosa hace el mismo autor con el ajedrez, otro juego de manchas sobre el que proyectarse: “Para el marinero, la vida no es un juego que requiera una gran inteligencia; no es una intrincada partida de ajedrez donde se hacen pocos movimientos con franqueza, y el objetivo se consigue de modo indirecto; un juego oblicuo, tedioso, estéril, que apenas vale la pobre vela que se consume jugándolo”.[1]


[1] MELVILLE, Herman. Billy Budd, marinero. Madrid: Unidad Editorial, 1998, p. 56. Traducción de José Díaz Gutiérrez.