De vez en cuando tropiezo de
casualidad con lo que me gusta, como si aun sabiendo que me gusta no pudiese ir
a por ello, quizás porque se trata de un placer ambiguo en su violenta
intensidad. Me sucede, por ejemplo, con Kleist, Hawthorne y Melville.
[Página manuscrita de Billy Budd.
Fuente: Wikipedia]
Curioseo entre las estanterías
y me encuentro con Billy Budd. Y, una
vez más, me asombro con las largas oraciones, el virtuosismo adjetival, la
objetiva omnipresencia del narrador-prestidigitador, la sobria sensualidad, el
dilema existencial y el discurso mítico-bíblico, adánico o adamita, que
moraliza desde fuera de las morales ordenadas.
¿Qué se ve en esta contenida y
fogosa obra de Melville? Al artista y al predicador, es decir, al clásico
escritor norteamericano, en la línea del ya nombrado Hawthorne, de Emerson y de
Whitman, también de Henry James, pasando por Faulkner y llegando a DeLillo. En
estos autores, el puritanismo ha dejado una huella indeleble que no se oculta
ni con la aparente transgresión del mismísimo puritanismo: la religión natural,
la moral del corazón, las leyes no prescriptivas, la dicotomía bien-mal, ese
terrorífico ideal que es la idea de una pureza, pureza defendida con la fría
pasión de un inquisidor herético; toda esta grandeza (porque lo es) de carácter
intelectual y espiritual tiene su reflejo popular, es decir, mediocre y
estúpido, en una sociedad de héroes confusos y códigos revueltos, de cómics y
licencia de armas.
En alguna página de Internet (¿estadounidense,
quizás?) en la que se puede descargar el texto en inglés, he visto que
etiquetan Billy Budd como literatura homosexual
(lo que quiera que esto signifique).
Como si fuese una mancha de
Rorschach, el texto de Melville tiene la virtud de ponerse al servicio de la
proyección del lector, lo que tal vez no represente esa prístina infinitud de
las obras geniales pero que tampoco se reduce a hacer de neutro espejo del
lector: Melville se mezcla con el lector arrojándole a los ojos un sutil borbotón
de tinta que conmueve, nubla e ilumina la retina de ese órgano invisible con el
que (casi nunca) vemos lo que sucede a nuestro alrededor, ahora mismo, a
nuestro lado.
Y, por cierto, no otra cosa
hace el mismo autor con el ajedrez, otro juego de manchas sobre el que
proyectarse: “Para el marinero, la vida no es un juego que requiera una gran
inteligencia; no es una intrincada partida de ajedrez donde se hacen pocos
movimientos con franqueza, y el objetivo se consigue de modo indirecto; un
juego oblicuo, tedioso, estéril, que apenas vale la pobre vela que se consume
jugándolo”.[1]
[1] MELVILLE,
Herman. Billy Budd, marinero. Madrid: Unidad Editorial, 1998, p. 56. Traducción de
José Díaz Gutiérrez.
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