sábado, 1 de septiembre de 2012

Billy Budd y la pareidolia


De vez en cuando tropiezo de casualidad con lo que me gusta, como si aun sabiendo que me gusta no pudiese ir a por ello, quizás porque se trata de un placer ambiguo en su violenta intensidad. Me sucede, por ejemplo, con Kleist, Hawthorne y Melville.


[Página manuscrita de Billy Budd. Fuente: Wikipedia]

Curioseo entre las estanterías y me encuentro con Billy Budd. Y, una vez más, me asombro con las largas oraciones, el virtuosismo adjetival, la objetiva omnipresencia del narrador-prestidigitador, la sobria sensualidad, el dilema existencial y el discurso mítico-bíblico, adánico o adamita, que moraliza desde fuera de las morales ordenadas.

¿Qué se ve en esta contenida y fogosa obra de Melville? Al artista y al predicador, es decir, al clásico escritor norteamericano, en la línea del ya nombrado Hawthorne, de Emerson y de Whitman, también de Henry James, pasando por Faulkner y llegando a DeLillo. En estos autores, el puritanismo ha dejado una huella indeleble que no se oculta ni con la aparente transgresión del mismísimo puritanismo: la religión natural, la moral del corazón, las leyes no prescriptivas, la dicotomía bien-mal, ese terrorífico ideal que es la idea de una pureza, pureza defendida con la fría pasión de un inquisidor herético; toda esta grandeza (porque lo es) de carácter intelectual y espiritual tiene su reflejo popular, es decir, mediocre y estúpido, en una sociedad de héroes confusos y códigos revueltos, de cómics y licencia de armas.

En alguna página de Internet (¿estadounidense, quizás?) en la que se puede descargar el texto en inglés, he visto que etiquetan Billy Budd como literatura homosexual (lo que quiera que esto signifique).


Como si fuese una mancha de Rorschach, el texto de Melville tiene la virtud de ponerse al servicio de la proyección del lector, lo que tal vez no represente esa prístina infinitud de las obras geniales pero que tampoco se reduce a hacer de neutro espejo del lector: Melville se mezcla con el lector arrojándole a los ojos un sutil borbotón de tinta que conmueve, nubla e ilumina la retina de ese órgano invisible con el que (casi nunca) vemos lo que sucede a nuestro alrededor, ahora mismo, a nuestro lado.

Y, por cierto, no otra cosa hace el mismo autor con el ajedrez, otro juego de manchas sobre el que proyectarse: “Para el marinero, la vida no es un juego que requiera una gran inteligencia; no es una intrincada partida de ajedrez donde se hacen pocos movimientos con franqueza, y el objetivo se consigue de modo indirecto; un juego oblicuo, tedioso, estéril, que apenas vale la pobre vela que se consume jugándolo”.[1]


[1] MELVILLE, Herman. Billy Budd, marinero. Madrid: Unidad Editorial, 1998, p. 56. Traducción de José Díaz Gutiérrez.

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