La postmodernidad, ese intento
de sobre-vivir (a) una vida de instantáneas planas a distancia, esa reflexión
en y de la superficie, ese estrambote sin gracia que predica la muerte del
pasado (historia o mito) para no diseccionarse cadáver del presente, ese
caprichoso imperio de la re-producción estéril; la postmodernidad, digo,
decreta la imposibilidad de mirar a y vivir las cosas mismas, decreto que es la
consecuencia lógica, convertida en palabras (tesis, teorías: la realidad del
lenguaje como reflejo sin objeto, espejo de sí mismo, burdo emoticono), de los
límites de sus imposibilidades que imposibilitan la salida del narcisismo
cobarde, el de los que nada valen y nada tienen que dar y convierten su miseria
en una tiranía de zombis y vampiros.
[Angelus novus, de Paul Klee.
Según Benjamin, una alegoría de la historia]
Con el cansancio llega el final
de la paciencia. Hay momentos así de peligrosos, de doble filo. En esos
instantes resulta prudente releer, por ejemplo, las “Tesis sobre la Filosofía
de la Historia” de Walter Benjamin, no para aliviarse, es decir, para serenarse
y anestesiarse, sino para convertir el cansancio en hartazgo y la impaciencia
en acción.
Quizás sea la historia, el
cuento del pasado, de las últimas cosas en las que hoy nos ponemos a pensar los
occidentales mediocres. Estamos demasiado preocupados por un presente que no
vemos ligados sino a la próxima (siempre, y como mucho, en un par de semanas)
novedad económica y tecnológica. Sin embargo, la historia ya incluye el
presente, todo instante, y dado que nos habla incluye también la palabra, y ya
que nos habla de algo pasado, nos habla del tiempo. Y si somos palabra y
tiempo, la historia habla de y nos habla a nosotros, ahora, de lo que somos: es
la bio-grafía de lo que ya no podemos saber por experiencia. Ese es, al menos,
el cuento sobre este cuento.
Benjamin habla de la historia
como justificación o como redención. La historia que justifica es la de los
ganadores y la de sus parásitos, prosistas de la masa, el progreso y los
sistemas incontrolables; la historia que redime es la de los que, con los ojos
abiertos, esperan en y de cada instante por venir el desvelamiento de lo que la
historia, como una tumba o un ser amordazado, calla.
[Friné desnuda ante el Areópago,
de Gérôme. ¿Y no será esta otra alegoría de la historia?]
Por mi parte, no entiendo la
historia ni como justificación interesada ni como redención posible, sino como
runas apenas legibles en la memoria de las conciencias encarnadas. En este
sentido, la historia no sería más que el código genérico de las pasiones, un
código tan manipulable como un palimpsesto borroso. La historia, pues, no
como relaciones sociales, sino como renglones de rasgos (ruinas de letras fosilizadas)
en la carne de la bio-grafía.
Entre dos mundos ficticios, el
del pasado con sus presuntuosas certezas y el del presente con sus falsas
dudas, me encuentro ajeno al mundo y sus descripciones y explicaciones, de
manera que desde este límite o tierra de nadie observo cómo mi conciencia se va
despoblando del desierto que crece a mi alrededor y en el que se hacinan, para
retomar el comienzo de Benjamin, autómatas movidos por enanos en una partida
que, si se juega, y se juegue contra y con quien se juegue, siempre condena a cuentos
sin fin y a una derrota segura. La historia me recuerda la cadena de eslabones
de soledad que nos une.
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