Maupassant, Guy de. “Magnetismo”, en Cuentos fantásticos. Madrid: Unidad Editorial, 1998. Traducción de
Domingo Santos.
Sobremesa nocturna, alcohol,
tabaco: los hombres, en la duermevela del bienestar y el cansancio físicos,
empiezan hablando del magnetismo para terminar tratando de lo milagroso.
“Entonces cada uno aportó un
hecho, presentimientos, comunicaciones de almas a través de grandes espacios,
influencias secretas de un ser sobre otro” (ob. cit., p. 46).
El joven “negador empedernido”,
diabólico racionalista, escéptico mordaz, exhumador de los restos eclesiásticos
soterrados en el credo empirista, degustador empedernido de los placeres
también de la carne; el joven empieza por la duda y llega a la certeza de la
existencia no de lo científicamente inexplicable, sino de lo todavía
inexplicado, y aplica la navaja materialista hasta quedarse con las magras
coincidencias, únicos misterios, de naturaleza prosaicamente estadística.
El primer caso que propone
convence a los que lo observan y escuchan con cierta condescendencia soberbia.
El segundo caso, una experiencia personal, concluye con ese giro inesperado que
hace del relato de Maupassant otra perfecta pieza literaria: tratando de luchar
con su ejemplo contra la tesis del magnetismo, queda expuesto como objeto de
aquellas “comunicaciones de almas a través de grandes espacios, influencias
secretas de un ser sobre otro”.
Con mayor o menor fortuna, desde
mediados del siglo XIX y todavía a principios de XX hubo hombres de espíritu científico
que se aproximaron a lo paranormal con voluntad de verdad y con la menor
cantidad posible de prejuicios. Ignoro en qué estado se encuentran en la
actualidad estos estudios, si los hay. La ciencia nos habla de once dimensiones
y los charlatanes siguen pregonando que su ignorancia es la prueba de la
existencia de una variable polimórfica, “Lo Incognoscible”. No sé más, así que
sigo sin enterarme de nada.
Lo cierto es que en el marco
del vetusto pero aún eficaz esquema espacio-temporal nos rozamos y tropezamos
con un número de incertidumbres infinitamente mayor que de certezas, y aun
estas parecen estar a una impenetrable distancia de la verdad. No es de
extrañar, entonces, que se busquen explicaciones que en principio parezcan tan
descabelladas como a un hombre de hace milenios el hecho de que la Tierra fuese
redonda.
Si llamo religiosa a la
actitud de buscar fuera de la Naturaleza causas y sentidos a hechos físicos, me
pregunto a qué obedece esta tendencia que algunos tildan de supernumerario
vestigio del amanecer de la humanidad, la forma más básica (y quizás
prototípica) de error. Se podría decir, según esta versión, que la susodicha
actitud no es más que una equivocada estrategia de búsqueda de respuestas y
soluciones a hechos inexplicados y que poseen una abrumadora carga emocional
(miedo, deseo, dolor, placer, etc.), de manera que se estaría ante la
prodigiosa búsqueda de una salida a una situación altamente insatisfactoria (la
incertidumbre, el absurdo, la inseguridad, lo inevitable, el paso del tiempo,
la muerte, etc.).
Los griegos, aquellos
brillantes niños superficiales que todo lo veían lleno, identificaban lo real
con lo posible. Pero, como decía Nietzsche, el cristianismo vino a hacer del
hombre un animal profundo, lo que yo traduzco como la introducción de la nada
en la experiencia y el pensamiento. El camino hasta Heidegger y su afirmación
de que la nada está en el ser y lo posible está por encima de lo real, resulta
inevitable e irreversible. Somos ahora niños viejos cuya realidad suena a
hueco. Y, sin embargo, es ahora cuando tenemos todo lo necesario para pensar de
cero, siempre desde el principio o no es pensar, la cuestión de la actitud
religiosa.
Entre el mundo lleno de los
griegos y el insalvable abismo ontológico cristiano nos encontramos con que los
hijos de hombre y mujer se mueven en y desean lo real como el ser humano se
funda en y aspira a lo posible. Ya no podemos entender de otra manera las
líneas principales de las combinaciones y movimientos con las piezas ser,
devenir y nada: “Si Dios existe, todo es posible”, “Si Dios no existe, todo es
imposible”, “Si Dios existe, nada es posible”, “Si Dios no existe, todo es
posible”. Es en este sentido en el que yo entiendo la actitud religiosa: como
prueba de que el ser humano es un animal de posibilidades, y de que esto no es
un error originado en un error, sino su mismísima esencia, pues lo posible es
ese atractor extraño entrañado en el hombre que siempre es sí mismo y que
constante y asintóticamente está yendo hacia sí mismo ejerciendo sobre su ser
una influencia que salva toda distancia de espacio, tiempo y dimensiones.
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