miércoles, 12 de septiembre de 2012

Confieso que no he leído


Ayer lo intenté y no pude. Casi no recordaba la sensación de empezar un libro y saber que nunca lo terminaría, y eso me ha llevado a preguntarme qué razones puede haber para no acabar un libro.

El primero que dejé inacabado fue Archipiélago Gulag. Tendría yo dieciséis años y la edad no es disculpa: podría haberlo intentado años más tarde y ni se me ha pasado por la imaginación. Lento, el libro me pareció desesperadamente lento. Creo que no pasé de las veinte páginas. El segundo que dejé, este alrededor de la página cien, fue Paradiso. Esto ya es más raro, porque en principio no me desagrada lo excesivo, pero reconozco que la obra se me atragantó como si fuese una pella de hormigón armado. El tercero (ya en mi treintena) fue Ada, o el ardor. Cuidado que me gustan las novelas rusas y Nabokov y el delirio erótico, y, sin embargo, volvió a superarme la lentitud y el abigarramiento. Hace meses dejé en el primer capítulo Diary of an Adulterous Woman. En este caso, la explicación es sencilla: un libro de una superficialidad en proporción a su obesidad; y tal vez algún día tenga ganas de retomar su humor banal. Y ayer no pasé de la segunda página de Relatos de inmortales, de Poul Anderson: ciencia ficción, dicen que se llama este género de escorias.


Me doy cuenta de que no he terminado libros que no me han gustado. Y dirán que para llegar a esta conclusión no hacía falta ni haber empezado a preguntarse nada sobre el asunto. De todas formas, he leído libros que eran infinitamente peores y que me gustaban infinitamente menos. También pienso que uno puede no terminar un libro no porque no se quiera (porque no se soporte su lectura), sino porque no se pueda (la lectura queda interrumpida y el libro languidece en el limbo de los objetos perdidos todavía a mano). Y creo que los lectores somos, con el paso del tiempo, bichos de estómago cada vez más delicado y paladar si no más selectivo, sí menos paciente: lo que de joven se puede devorar, a pesar de las indigestiones de caballo y a fuerza de una voluntad zoológica, de viejo ahuyenta hasta la mismísima mirada.

Aunque tal vez todo se reduzca no a cuestiones de gusto y juicio crítico, sino de tiempo, como si a medida que va quedando menos se van perdiendo, ¿paradójicamente?, ganas y ansia, de manera que la distancia que va entre Archipiélago Gulag y Relatos de inmortales más que medirse en años podría contarse en los abismos que median entre la mala conciencia y la indiferencia.

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