Leí El nombre de la rosa años
después de haber sido publicado; lo leí, incluso, después de El péndulo de Foucault. Y lo leí, como
también El perfume y La insoportable levedad del ser, muchos
años después de que hubiesen pasado de ser meros best sellers a libros que, con el paso del tiempo, se consolidaron
como obras de calidad literaria. Se trata de una manía: si al cabo de los años
ni el tendero que se forró con él se acuerda del libro, yo no he perdido el
tiempo; y si cada vez se lee menos, pero se lee, es que merece la pena que le
dedique unas horas.
Pero voy al caso. Imagino que
no fui el único que se asombró con la original y sorprendente idea de Umberto
Eco, la del asesinato con páginas de libro envenenadas (toda una metáfora de
buena parte de lo que se publica, por otra parte). Probablemente, en su momento
se divulgaron los precedentes de la ingeniosa trampa, pero yo, siempre ajeno a
los cántaros que van a las fuentes, no me enteré. Y mi ignorancia me permitió
asombrarme.
[Ilustración de Lacy Hussar para Las mil y una noches. Fuente:
Wikipedia]
Ahora releo Las mil y una noches y en la “Historia
del visir castigado” encuentro lo siguiente:
“El rey obedeció y encontrando
que la primera hoja estaba como pegada con la segunda, para pasarla con más
facilidad, se llevó el dedo a la boca, para mojarlo con saliva. Hizo lo mismo
hasta la sexta hoja y no viendo escritura ninguna en la página indicada dijo:
-Aquí no hay nada escrito.
-Volved todavía algunas hojas
más – indicó entonces la cabeza.
El rey continuó volviéndolas, llevándose
siempre el dedo a la boca, hasta que el veneno que cada hoja tenía empapado
hizo su efecto; el príncipe se sintió entonces agitado, mientras su vista se
nublaba. Al fin, cayó al pie de su trono en medio de grandes convulsiones”.[1]
Esto me hace pensar en aquello
que Jünger decía en sus diarios sobre qué dos libros se llevaría a una isla
desierta, y eran dos libros orientales: la Biblia y Las mil y una noches. Yo también lo haría: ahí está todo. Y, a su
vez, esto me hace pensar en que quizás la ignorancia sea el origen del asombro,
de manera que la experiencia lo va imposibilitando y a esa incapacidad para ver
lo nuevo en todo, a esa tara que impide mirar siempre como la primera vez se le
llama conocimiento, que sería algo así, entonces, como el baldío que queda
después de haber pasado por la tierra con las rejas del arado conceptual.
¿Nos suena esa idea del
conocimiento? Las viejas y perennes ideas acerca del conocimiento como error:
el conocimiento que hace sufrir, Habe
nun, ach! Philosophie; el conocimiento como límite de la libertad, ese
margen por el que a veces nos movemos gracias a la ignorancia; el conocimiento
como ceguera progresiva debido a las gafas, para poder prever, de los esquemas.
Yo, sin embargo, me llevaría a Biblia y Las
mil y una noches porque me hacen saber y saborear, porque me llevan al
conocimiento en carne viva y al asombro ante todo lo que es.
[1] Las mil y una
noches. Barcelona: Editorial AHR, 1963, p. 81. Traducción del francés de Francisco
Narbona.
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