Lo bueno de respirar aire es
que permite vivir; lo malo, que el oxígeno va oxidando, quemando, matando. Unos opinan que esa paradoja es la vida misma; por otra parte, hay quien dice que hay otra
vida, pero más allá o más tarde, lo que hace de esta vida una palabra vacía,
una no-palabra; también hay quien afirma que hay otra forma de vida en la que
el aire que se respira no es este aire oxigenado de cada día, como si, en
efecto y parafraseando a Novalis, hubiese otra vida – pero estuviese en esta.
Algo parecido pasa con los
libros, ese aire que ha de respirar quien de vez en cuando quiera vivir la
Literatura. Vuelvo a entrar en La Cueva
de Salamanca y respiro hondo.
[La Cueva de Salamanca, hace más de veinte años]
No me encuentro en el llano comiendo palabras
que, como el aire, me dan la vida mientras me la quitan para dejar un rastro de
heces, la huella de lo que se devora a sí mismo. Tampoco estoy en una alta cima
donde el exceso de oxígeno hace que me desvanezca y anestesie, que pierda el
sentido y los sentidos. Por eso con frecuencia regreso a Cervantes: para
respirar Literatura, para leer en esa fuente de vida que da sin quitar, que
enseña mostrando, que muestra el camino del horizonte abierto.
¿Para qué tantos libros para
tan poca Literatura? ¿Para qué este insaciable empacharse de aire? El día que
decida dejar de leer libros, viviré del prana literario.
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