sábado, 23 de noviembre de 2013

Retirada de contenidos

La reseña Nietzsche entre los filósofos se ha retirado del blog porque ha aparecido en Revista de Occidente (número 388, septiembre de 2013, pp. 137-143).


Asimismo, el texto Nietzsche y el ajedrez ha sido retirado porque aparecerá, revisado, ampliado y mejorado, y salvo cambio de última hora, en el número 10 de diciembre de 2013 de la revista de filosofía Factótum. Se actulizará el vínculo a la revista para poder acceder directamente al texto.


En caso de nuevos cambios en el contenido del blog, estos se irán dando a conocer.



jueves, 30 de mayo de 2013

Fin de "Sin embargo"

Agradecemos a visitantes y lectores su compañía durante el tiempo de creación de Sin embargo y esperamos que sigan disfrutando de lo ya hecho.

Odio. El ángel sin alas

[Texto de Pilar M. Originalmente publicado en http://goldandgraywilde.blogspot.com.es/2013/05/odio.html]

He conocido el odio más puro, el ODIO con mayúsculas, la crueldad más obscena. El odio que se transmite aún desde otra vida. El que inocula quien no puede ocultarlo, la ira del que re-siente, de quien es preferible no rozar, porque halla ofensa en la caricia.

El odio que se aferra a las entrañas de quien arrulla el dolor, de quien posee una memoria infernal, de aquel que parece disfrutar con la angustia ajena como si, compartida, la propia fuera más leve.

Odia quien no es capaz de pasar página sin ajustar cuentas con la anterior, que tenía una errata de fábrica. Odio pueril y mezquino del niño que no obtiene su capricho, porque nada le satisface, y precisa encontrar culpables para su desazón.

Ese odio visceral que el viento no arrastra, no lava el agua, el que no hay distancia que ataje ni siglos que alivien. El que impregna el alma, y ni la dicha diluye. Ese odio que alimenta.

El que solo la venganza sacia, una venganza infinita, eterna. Lamentarás haber nacido, es su lema, como si pudiera ser de otro modo.

Odio destructivo que se alimenta de rencor y se extiende como una mancha de crudo en el mar, aniquilando toda vida que halla a su paso.

El odio que nace de la soberbia incólume, ajena a la plebe que sale de casa cada día sin otro fin que joder al prójimo. Se diría de un ángel etéreo que sobrevuela el mundo sin desplegar sus alas, sin rozarlo.



He palpado ese odio. No era un espíritu celestial.



viernes, 24 de mayo de 2013

La muerte le sienta bien a la belleza

[Texto y fotografías, exceptuando la imagen de La matanza de los inocentes, de Roberto Vivero]


Decía Chateaubriand que la vida le sentaba mal. Esto es comprensible desde el momento en que no todo es para todos y hay a quien le sienta mal la vida, a quien le sienta mal la muerte e, incluso, a quien no le sienta bien ni la vida ni la muerte.

A lo que parece que sí le sienta bien la muerte es a la belleza: no solo le sienta bien estar rodeada de muerte, sino también estar muerta, inerte desde su origen, como si la belleza, para ser, necesitase de un origen preñado de perpetuidad, y no de devenir, y, así, delatara la fealdad de ese sobrevalorado proceso de putrefacción llamado vida, y mostrase la verdadera tarea de lo vivo: lo inerte como vía hacia la belleza.

Claro que siempre hay quien se despista, como en el caso de este cazador, que bien podría ser un cazador de experiencias, es decir, un turista o simple ser vivo.


El despiste de este hombre es garrafal: pierde la mirada a lo lejos mientras tiene la belleza a sus pies, y la belleza escribe el comienzo de su fin.

Ni siquiera los animales se libran de esta dura y fina ley. Por ejemplo: si hablase, a este gato, cínico y sibarita,


no le quedaría más remedio que reconocer su irredimible fealdad en comparación con la sobria, sólida y fiel belleza de este perro:


Alguien poco avezado en la belleza no dejará de encontrar en los cementerios llamativas representaciones tétricas,


o lacrimosas


de la muerte, y quizá, como en este último ejemplo, sienta una especie de contrasentido estético que no pueda resolver por la vía de la sinceridad, que es la de la sensualidad, para llegar a la belleza.

Desde luego, este personaje no tendrá problema en solazarse en esos otros cementerios llamados museos, y podrá deleitarse en la consentida contemplación de hermosos traseros


y lánguidos y poderosos cuerpos yacentes:


En el cementerio del museo, el arte prodiga la mentira necesaria para hacer de lo inerte algo vivo y facilitar, por lo tanto, un acceso a la belleza tan falaz como libre de culpa y con el encanto de lo aparentemente transgresor.

El visitante lego en belleza será, por lo tanto, ese turista a lo Flaubert en su viaje a Oriente que se regodeaba en la visión de y en el contacto con tersos senos de piedra. Pero ¿sentirá en mitad del cementerio el cosquilleo de este desnudo?


¿El intranquilizador prurito ante esta joven?


¿La tensión del brazo que sin aviso tiende hacia esta boca?


No parece probable. El arte es lo más mentiroso que existe y solo así logra su objetivo: comunicar con lo inerte, con su verdad y su belleza. Lo inerte, entonces, mendiga el favor del genio para que lo haga saber:


La muerte, en definitiva, le sienta bien a la belleza, y el arte trabaja a favor de lo inerte a través de la vida para hacer sentir la belleza. Es así como uno ve de lejos el cuadro atribuido a Lucas van Valckenborch I, La matanza de los inocentes, y comienza a acercarse a él atraído por la bucólica e inquietante dulzura del paisaje invernal para, ya a unos centímetros del óleo, comprobar que la nieve es el sudario sobre el que se celebra el triunfo de la muerte.


[Origen de la imagen: http://www.museothyssen.org/]

La mirada ha de atravesar la dura piel de la piedra para descubrir bajo la lápida la tersura, por ejemplo, de una belleza como la de madame Récamier.


domingo, 19 de mayo de 2013

La paz en el infierno es el absurdo. Sobre el dogma científico aplicado a la vida


Nada hay más tranquilizador que el dogma del azar introducido por la ciencia como explicación de lo que no puede explicar y como sustituto de la confesión de ignorancia. Este dogma, que desde hace casi doscientos años se ha convertido en materia de fe, es decir, en una estructura gnoseológica que de manera acrítica se aplica a los fenómenos para no pensar sobre ellos (como durante siglos en Occidente funcionó el dogma religioso), que no es otra cosa que el dogma del sinsentido, del absurdo, cumple una función vital: da paz a las conciencias, las tranquiliza y, en última instancia, hace tan soportable la vida como el dogma religioso que, al contrario que este, dotaba a la vida de sentido y la hacía igual de soportable. A la postre, tanto la solución del absurdo científico como la del sentido religioso provocan las mismas consecuencias y, me atrevería a decir, estadísticamente en la misma proporción.

Desde el momento en que la vida del hombre es, básicamente, tiempo, conocimiento y el otro(yo), no queda más remedio que concluir que la vida se compone de destrucción, inutilidad y estupidez. El tiempo nos estructura en fragmentos: una vez en el tiempo, estamos rotos en pasado, presente y futuro. Y no solo aparecemos ya en la ruptura, sino que vamos siendo inexorablemente destruidos. La vida del hombre, así, no encuentra otro quehacer esencial que vérselas constantemente con su sustancia como ignorancia acerca del pasado, el presente y el futuro: la estructura del tiempo lo condena a la memoria y a la predicción como inevitables modos de vivir la vida en cuanto que conocimiento y, paradójicamente, salida de la ignorancia que es. El conocimiento es inútil como solución al tiempo porque reproduce, con su estructura interna de no saber-saber, la estructura del tiempo. Por su parte, el otro no deja de estar ahí esencialmente como uno mismo: si uno nunca sabe quién es y aplica el pensamiento para tratar de saberse, el otro es la proyección de la propia conciencia, es otro yo del que se sabe que piensa pero se ignora qué piensa. Al otro solo se le puede tratar como a uno mismo: se le intenta conocer y en la mayor parte de los casos se acaba sabiendo que su ignorancia no solo es imponderable, sino que está enferma del mal de la falta de lucidez.

Por lo tanto, la vida es destrucción, inutilidad y estupidez. Y si es esto, la vida es el infierno, pues no parece imaginable una tortura semejante ni más cruel que este nacer roto para ser destruido en medio de estúpidos sin llegar a nada porque lo único que se puede saber es que nada se sabe y ese conocimiento es inútil para hacer de la vida algo que no sea un infierno. Y esta es la cuestión. Si uno fuese religioso, tendría que ser budista, pues no hay infierno peor que la vida y el mundo, así que la amenaza de un tormento eterno en la otra vida sería un castigo risible, pues el mero hecho de ser eterno eliminaría el tiempo y la tortura sería menor. Pero si es budista tendría que admitir que este infierno sigue un orden moral, tendría un sentido, y es precisamente este estar dotada de sentido la realidad lo que convierte la vida en un infierno. En el fondo, la religión impide que la conciencia se tranquilice con facilidad porque el infierno ha sido creado y tiene sentido. Y esto es bastante molesto.

Así pues, solo la ciencia con su dogma del azar y el absurdo consiguiente aporta paz y tranquilidad a las conciencias: el mundo carece de órdenes inherentes, tanto físicos como morales, y, por consiguiente, es solo un juego de formas regido por aleatorios choques de fuerzas. La conciencia diseñada por la ciencia, igual que la diseñada por la religión, puede decirse: “Esto es así. No hay nada más que pensar. La vida se vive”. La conciencia queda adormecida por una solución que no soluciona nada, como cerrar los ojos no elimina lo horrible pero consigue que lo horrible no moleste a los sentidos.

Sin embargo, decir que la vida (se) vive es incompleto: la vida (se) vive y (se) piensa. Es esto último lo que establece órdenes de valor que, por mucho que se cierren los ojos y se mienta, obran de manera implacable como pesadillas que de vez en cuando aparecen para recordarnos qué es el infierno. El papel que juega el otro(yo) en todo esto no es más que el de catalizador de posibilidades del pensar, pues no es cierto que la felicidad haga que no se piense y que la vida se viva en una especie de flujo “natural” y paradisíaco, sino que hace que se piensen posibilidades que no se piensan cuando el otro(yo) hace que nos enfrentemos constantemente con el infierno a través de su estupidez.

Que la ciencia, como nueva religión, es decir, como la última fábrica conocida de consuelo, aporte paz al mundo a través del sinsentido, es algo que se les pasó por alto a los existencialistas, pues no hay nada más alejado del absurdo que la angustia. De ahí que haya que revisar buena parte de la filosofía desde Kierkegaard hasta el presente para librar de conclusiones erróneas a las conciencias que hoy en día las heredan y manejan como dogmas que les impiden dormir hasta el coma absoluto.

martes, 14 de mayo de 2013

Wittgenstein en su línea


WITTGENSTEIN, Ludwig. Aforismos. Madrid: Austral, 2013. Traducción de Elsa Cecilia Frost.

George Henrik von Wright afirma haber dejado fuera de esta selección de aforismos (1914-1951) aquellos de índole puramente personal, privada. Afortunadamente, la poda se hizo con buena mano, pues quedan aquellos en los que Wittgenstein se describe en relación al filosofar, y esto no resulta baladí cuando él mismo insiste en la intimidad que guarda la manera de ser (temperamento, ánimo, carácter, talento, genio, instinto) con la filosofía. Más que para conocer mejor al filósofo, que también, sirven estos aforismo para entender mejor su filosofía.

Así, Wittgenstein se nos presenta como alguien que no se deja influir con facilidad (p. 33) y que tampoco desea ni ser imitado ni dejar una escuela (p. 117). El filósofo, por lo tanto, busca la originalidad como naturalidad (“¡No te dejes llevar por el ejemplo de los otros, sino por la naturaleza!”, p. 91), como ahondamiento en sí mismo. Y este filósofo en particular (tan influido y, pensamos, en cuanto que judío y homosexual, castigado por Weininger), duda de su genio y se declara un mal pintor (p. 148), un pensador inconstante (pp. 72-3) y débil (p. 13), alguien que se dedica a “balbucear” (p. 58) y a realizar una tarea, que se presenta como modesta pero imprescindible, de aclarado (p. 59): se buscan las metáforas que adviertan de las trampas en el camino. En cada frase, se juega el todo (p. 42).

El filósofo, como todos, está en constante lucha con el lenguaje (p. 48), un lenguaje que permanece idéntico a sí mismo “y nos desvía siempre hacia las mismas preguntas” (p. 53), hacia “la inmensa red de caminos equivocados transitables” (p. 57). En este sentido, el lenguaje filosófico “está ya, por así decirlo, deformado por zapatos demasiado estrechos” (p. 91). La solución será lo más difícil: “asentar la nueva manera de pensar. Una vez que esta queda asentada, desaparecen los viejos problemas, y hasta resulta difícil volver a aprehenderlos. Pues residen en la forma de expresión” (p. 100).

Si el lenguaje nos engaña, y si se acaban haciendo trucos con la lógica (p. 67), entonces “El pensamiento está ya agotado y no puede utilizarse más” (p. 56). ¿Qué se puede hacer, entonces: qué decir y cómo decirlo, si es que decir algo tiene más sentido y es más valioso que guardar silencio? Aunque Wittgenstein reniege del Tractatus, cambie el espacio lógico por los juegos del lenguaje, afirme que palabras son hechos (p. 97) y que el lenguaje no es más que una reacción (p. 76-7), una recreación, no hay recreación tan simple que no sea, a la postre, una creación.

¿Se habla sobre el silencio? “Lo inefable […] proporciona quizá el trasfondo sobre el cual adquiere significado lo que yo pudiera expresar” (p. 55). ¿Y qué expresar? Porque “En el arte es difícil decir algo que sea tan bueno como no decir nada” (p. 64). Si incluso la reflexión filosófica más profunda y sofisticada descansa sobre una base instintiva (p. 135), entonces “El trabajo filosófico […] consiste, fundamentalmente, en trabajar sobre uno mismo” (p. 55). Y este trabajo sobre la propia comprensión hacia un nuevo pensar que no caiga en las trampas del lenguaje no es otra cosa que la creación, el poetizar: “Creo haber resumido mi posición con respecto a la filosofía al decir: de hecho, sólo se debería poetizar la filosofía” (p. 66).

Es este poetizar lo que se ha olvidado en la actualidad, desde hace mucho tiempo: “Los hombres de hoy creen que los científicos están ahí para enseñarlos, los poetas y los músicos para alegrarlos. Que estos tengan algo que enseñarles es algo que no se les ocurre” (p. 85). Seguir utilizando el lenguaje heredado y manoseado impide ver claro y llegar al fundamento, a la oscuridad, y, así, da igual hablar de Dios que de los objetos (p. 153): arañamos superficies que ni son lo que parecen ni parecen lo que son.

El filósofo ha de ir al fundamento de lo real y del lenguaje para no tropezar constantemente consigo mismo, con el viejo “yo”, con su ceguera. “Continuamente se olvida el ir al fundamento. No se pone el signo de interrogación lo bastante profundo” (p. 120). Así que no queda otra opción: “Al filosofar hay que bajar al viejo caos y sentirse a gusto en él” (p. 123). Y no es otra cosa lo que Wittgenstein llevaba haciendo desde el principio, lo que supone su filosofía como fundamento de los títulos y puntos de vista de sus obras: “Para mí, por el contrario, la claridad, la transparencia es una fin en sí. No me interesa levantar una construcción, sino tener ante mí, transparentes, las bases de las construcciones posible” (p. 42).

Wittgenstein, que ya había sido consciente de la “extraña semejanza de una investigación filosófica […] con una estética” (p. 68), confiesa, cerca del fin, que “Los problemas científicos pueden interesarme, pero nunca apresarme realmente. Esto lo hacen sólo los problemas conceptuales y estéticos” (p. 144). El genio, a pesar de sus dudas, reconoce al instante la necesidad de ir al fundamento y dónde se encuentra este fundamento: si lo que es está viciado por cómo se piensa y se dice, habrá que ir a la posibilidad de todo ser, y si lo que explora lo posible es el poetizar no como acto comprensivo y aprehensivo, sino como realización de lo posible que trae al ser y sobre lo que, a posteriori, se puede intentar reflexionar (como se puede pensar en los sueños y en los juegos de los niños aunque lo único verdadero y con sentido sea soñar y jugar como un niño), entonces el método del filósofo ha de parecerse lo más posible (si no puede llegar a serlo) al poetizar, de ahí que se afirme que “Nada es más importante que la formación de conceptos ficticios, que nos enseñarán a entender los nuestros” (p. 137), y que “Sólo cuando se piensa mucho más locamente que los filósofos se pueden resolver los problemas” (p. 139).

Todo esto nos lleva a recordar el giro dado por el “segundo” Heidegger tras su declaración del final de la filosofía y de la necesidad de un nuevo pensar. Y, sobre todo, nos lleva a recordar a Nietzsche, a quien Wittgenstein no cuenta entre los que más le influyeron y que, sin embargo, parece estar riéndose escondido detrás de cada frase del filósofo, como un irónico anciano que observa divertido cómo un niño juega muy serio con los viejos objetos que él hace tiempo usó para llegar a cosas más nuevas. Y, aunque parezca marginal, a este respecto hay que decir que apenas hay aforismos en esta recopilación, sino, más bien, pensamientos expresados con brevedad (lo que no es lo mismo), y que ninguno alcanza, ni de lejos, la calidad de los aforismos del viejo Nietzsche.

Wittgenstein pensaba que no se ve lo que se es, sino lo que se tiene, y que, por lo tanto, lo que se tiene sería una metáfora de lo que se es, y si se llega al conocimiento de lo que se es, sería a través de una metáfora, lo que representa su completa filosofía desde el Tractatus hasta las Investigaciones, a pesar de lo superficial de la idea o de su falta de trascendencia y, sobre todo, a pesar de las apariencias, es decir, de lo visto al detenerse el filósofo a explorar y agotar una perspectiva concreta. Al final, es imposible no buscar el fundamento, salirse del origen, remontar el caos de lo posible si no es no ya pensando, sino creando. De uno a otro Wittgenstein hay un filósofo que le y nos recuerda: “El saludo de los filósofos entre sí debería ser: «¡Date tiempo!»” (p. 145).

domingo, 12 de mayo de 2013

Nietzsche, humillado: Ecce homo.


Hay que proteger a los mejores: en cuanto que excepciones, siempre están en peligro de extinción tanto porque son menos como porque están demasiado ocupados creando como para pensar en sí mismos y cuidarse. Y entre los mejores, hay que proteger especialmente, es decir, de manera implacable, a los más susceptibles de ser utilizados por la mayoría, que son los peores, y, así, de sufrir la lenta extinción de la humillación.

No sé de ninguno de los pertenecientes a este grupo más necesitado de protección que Nietzsche. La verdad es que no sé qué ha hecho el bueno de Nietzsche para merecer este destino: un hombre que escribía con claridad y precisión y que gritaba que por favor no se le confundiese con nadie y no dejaba de preguntar “¿Se me entiende?”.

Pues no, se ve que no se le ha entendido. A mí lo de la manipulación de los nazis me parece casi un cuento de risa comparada con bestialidades de este calibre:


Y la palabra bestialidad me parece suave para describir lo de “NÍETZSCHE PARA LOS POBRES”. Si el pensador levantase la cabeza, volvería a volverse loco con tal de no verse en las garras de semejantes alimañas.

Pero ¿es tan difícil leer? ¿Es tan difícil comprender?

Hace más de diez años guardé esta publicidad de la tónica Schweppes:


Es triste ser devorado por la publicidad, pero ahora esto, que en su momento me pareció una barrabasada, se me antoja hasta de mediano buen gusto, al menos por el realismo de la imagen: la moza tiene cara de no entender nada de nada, pero ahí está con el libro de diseño en la mano antes de colocarlo, seguro, sobre la mesa del salón como pieza decorativa.

Por desgracia, hay quien decora su cabeza con Nietzsche y su cabeza es tan plana como el “muro” de su Facebook, muro de las lamentaciones donde humillan al hombre.

(Por cierto, me he enterado de que han hecho un cómic de Así habló Zaratustra... Cuando algo falla, es que falla todo. Y cuando falla todo, ¿qué hacer?).

viernes, 10 de mayo de 2013

Ironía e ingenio. Sobre la incapacidad contemporánea


La creación reducida a arte y el arte reducido a diseño terminan no ya en arte-factos, sino en meras cosas que impactan la sensibilidad a través de la risa y la sorpresa para llamar y mantener la atención del gusto.

La fórmula es, pues, atraer la atención mediante la sorpresa y mantenerla mediante el humor: de la ya vieja categoría estética de lo interesante se ha pasado a la contemporánea de lo agradable, de lo agradable para un tipo de gusto: el de quien tiene interés en esa producción de cosas llamada cultura y posee el dinero suficiente para adquirirlas.

A este tipo de consumidor no le gusta ser confundido con los que no consumen cultura y, al mismo tiempo, durante unos instantes suelen ser conscientes de lo ridículo de su pose respecto al lugar que ocupan sus cosas diseñadas en relación con la vieja tradición cultural y con la atemporal creación . Por lo tanto, este gusto necesita la sofisticación como contraste con lo último en aparecer (es decir, como ingenio), y el grano de sal de la autocrítica como “fina” ironía que se aplica como una sanguijuela sobre la propia pose.

Caduca la noción de novedad, esta, inevitable en el proceso de venta de la producción de cultura, ha de publicitarse con la ironía picoteando sobre el ingenio. Por lo tanto, el humor pasa a delatar no ya la falta de seriedad, sino la incapacidad para la seriedad, y esto, a su vez, delata tanto la conciencia de los propios límites como la imposibilidad de abandonar la pose que se sostiene sobre el siguiente argumento: “Me gusta esta cosa. Ya sé que es una cosa y sé qué significa, ¿y qué? Podría no gustarme y podría no saberlo, y eso sería peor. En realidad, no hay otra posibilidad, ¿verdad?”.

Ahora bien, nada de todo esto decreta el fin y la muerte ni de la tradición ni de las realidades y categorías que la definen. Más bien, no dice nada de todo eso porque se queda infinitamente lejos por mera impotencia, como alguien que hace maquetas de trenes se queda infinitamente lejos de conducir una locomotora.

En esencia, lo que sucede es que la cosa ingeniosa e irónica ocupa el espacio que ha abierto el “sensacionismo” de la ciencia como espurio criterio de inteligencia cuando falta la inteligencia. En un tiempo y un lugar en el que no brilla la inteligencia que dice no lo que es ni lo que fue, sino lo que será, queda la ciencia con sus descripciones de lo que es disfrazadas de fórmulas que predicen qué sucederá. A la sombra de esta sombra, el Zeitgeist da a luz cosas que no llegan ni a antítesis de arte ni mucho menos de creación.

jueves, 2 de mayo de 2013

Empanada filosófica


En una de las entradas de su blog (http://www.preposterousuniverse.com/blog/2013/04/29/what-do-philosophers-believe/), Sean Carroll recoge los resultados de una encuesta.

Carroll titula su entrada “What do Philosophers Believe?”. Pero a poco que leamos, vemos que los 931 de los 1972 a los que se les pasó el cuestionario no eran filósofos, sino profesores de filosofía. A partir de ahí, poco importa que la mayor parte de las universidades a las que se había recurrido fuesen de países de habla inglesa (y entonces, como apunta Sean Carroll, los resultados sufran un sesgo hacia la filosofía analítica y anglocéntrica), pues todo el mundo sabe que para saber lo que piensan y dicen (porque ¿qué importa lo que crean o en lo que crean?) los filósofos, basta con leer a Platón, Aristóteles, Descartes, Kant, Hegel, Nietzsche y Heidegger, y que los profesores de filosofía no son filósofos, sino profesores que enseñan historia de la filosofía y que ayudan a los alumnos a entender los textos de los filósofos.

Pero no deja de ser curioso ver qué creen algunos profesores de filosofía de los países de habla inglesa. Copio y pego los porcentajes tal y como aparecen (es decir, en inglés) en el blog de Carroll:

1. A priori knowledge: yes 71.1%; no 18.4%; other 10.5%.
2. Abstract objects: Platonism 39.3%; nominalism 37.7%; other 23.0%.
3. Aesthetic value: objective 41.0%; subjective 34.5%; other 24.5%.
4. Analytic-synthetic distinction: yes 64.9%; no 27.1%; other 8.1%.
5. Epistemic justi
cation: externalism 42.7%; internalism 26.4%; other 30.8%.
6. External world: non-skeptical realism 81.6%; skepticism 4.8%; idealism 4.3%; other 9.2%.
7. Free will: compatibilism 59.1%; libertarianism 13.7%; no free will 12.2%; other 14.9%.
8. God: atheism 72.8%; theism 14.6%; other 12.6%.
9. Knowledge claims: contextualism 40.1%; invariantism 31.1%; relativism 2.9%; other 25.9%.
10. Knowledge: empiricism 35.0%; rationalism 27.8%; other 37.2%.
11. Laws of nature: non-Humean 57.1%; Humean 24.7%; other 18.2%.
12. Logic: classical 51.6%; non-classical 15.4%; other 33.1%.
13. Mental content: externalism 51.1%; internalism 20.0%; other 28.9%.
14. Meta-ethics: moral realism 56.4%; moral anti-realism 27.7%; other 15.9%.
15. Metaphilosophy: naturalism 49.8%; non-naturalism 25.9%; other 24.3%.
16. Mind: physicalism 56.5%; non-physicalism 27.1%; other 16.4%.
17. Moral judgment: cognitivism 65.7%; non-cognitivism 17.0%; other 17.3%.
18. Moral motivation: internalism 34.9%; externalism 29.8%; other 35.3%.
19. Newcomb’s problem: two boxes 31.4%; one box 21.3%; other 47.4%.
20. Normative ethics: deontology 25.9%; consequentialism 23.6%; virtue ethics 18.2%; other 32.3%.
21. Perceptual experience: representationalism 31.5%; qualia theory 12.2%; disjunctivism 11.0%; sense-datum theory 3.1%; other 42.2%.
22. Personal identity: psychological view 33.6%; biological view 16.9%; further-fact view 12.2%; other 37.3%.
23. Politics: egalitarianism 34.8%; communitarianism 14.3%; libertarianism 9.9%; other 41.0%.
24. Proper names: Millian 34.5%; Fregean 28.7%; other 36.8%.
25. Science: scienti
c realism 75.1%; scientic anti-realism 11.6%; other 13.3%.
26. Teletransporter: survival 36.2%; death 31.1%; other 32.7%.
27. Time: B-theory 26.3%; A-theory 15.5%; other 58.2%.
28. Trolley problem: switch 68.2%; don’t switch 7.6%; other 24.2%.
29. Truth: correspondence 50.8%; de
ationary 24.8%; epistemic 6.9%; other 17.5%.
30. Zombies: conceivable but not metaphysically possible 35.6%; metaphysically possible 23.3%; inconceivable 16.0%; other 25.1%.

No sé ustedes qué conclusiones extraerán, pero a mí me parece que estos señores o bien están un poco lejos de la filosofía, o bien tienen una empanada filosófica, lo que, por lo demás, no me extraña tratándose de filosofía y anglosajones. Porque a mí no dejan de extrañarme los datos de 5, 6, 10, (incluso) 12, 25 y 29, junto con las respuestas a 1, 2, 3 y 11.

Pienso que el empirismo está como estaba: condenado al idealismo en la cárcel de una subjetividad sin sujeto en un mundo irreal por inalcanzable bajo un dios del que no se puede hablar salvo como los que hablan de él, es decir, en términos de fe y no fe. Como si el empirista hubiese empezado, muy filosóficamente, por el escepticismo y la duda y no sabiendo salir de ahí y seguir igual de filosóficamente, hubiese empezado a jugar con lo que tenía a mano, es decir, con las sensaciones y ese pensar propio de los que no hacen filosofía que es el sentido común. Como si el empirista, en una palabra, no hubiese sabido callar a tiempo, igual que un niño que no sabe qué más decir y comienza a soltar todo lo que se le viene a la boca.

Porque cualquier empirista me parece un niño al lado de, por ejemplo, Descartes. Y bien podría ser que el empirismo, a la luz de las respuestas al punto 23, no sea más que una forma de seguir prendidos en la teología de la gramática, parafraseando a Nietzsche, es decir: una forma de filosofía para el pueblo.

viernes, 26 de abril de 2013

Heidegger y el camino a lo posible


HEIDEGGER, Martin. “El final de la filosofía y la tarea del pensar”, en VV.AA. Kierkegaard vivo. Madrid: Alianza Editorial, 1970, pp. 130-152. Traducción de Andrés-Pedro Sánchez Pascual.

Creo que todos estaremos de acuerdo en que una de las mayores ventajas que presenta la escritura de Heidegger es su extrema claridad, de ahí que este texto resulte meridianamente esclarecedor por tratar, precisamente, del claro (Lichtung).

Para Heidegger, la filosofía se encontraría no ante su final, sino en su final, en un lugar en el que se ha consumado la metafísica platónica a través de la descomposición del conocimiento (qué y cómo) en ciencias, y del regreso, después de Nietzsche, al error fundacional de la filosofía: la elección del ente como cosa a pensar y el salto aristotélico a la meta-física como onto-teología.

Después de Descartes, pensar se convierte en el método de pensar y, así, se piense, con Hegel, dialécticamente, o, con Husserl, fenomenológicamente, tanto a través del discurso como de la intuición el pensar que se dice que piensa no deja de tropezar consigo mismo.

La meta-física, por lo tanto, la búsqueda del fundamento, del por qué, tendría que regresar a los fenómenos no para examinarlos científica y teológicamente, sino en sí mismos con el fin de observar y escuchar lo que nos dicen en su propia lengua: la de la aparición, la duración y la desaparición. Y esto nos llevaría no a un algo-otro más allá de los fenómenos, sino al hecho mismo de que puedan ser, sean y dejen de ser a la presencia.

En Ser y tiempo ya había dejado dicho Heidegger que lo posible está por encima de lo real. A partir de ahora, al plantearse la tarea del pensar y al examinar el claro de la presencia, el filósofo se dirige a lo posible mismo, pues es lo posible lo que posibilita lo que sea y que sea o no sea o deje de ser.

Pensar lo posible nos enfrenta a un nuevo pensar, y este nuevo pensar necesita otra relación con su decir(se). Quien dejó dicho que la nada está en el ser y que el fundamento del fundamento es el abismo (ab-grund), dirá que el lenguaje es la casa del ser. ¿De qué lenguaje estamos hablando? ¿Qué lenguaje es este que expresa lo posible y el pensar lo posible, todo lo posible?

No puede ser otro lenguaje que el de la creación, un lenguaje poético que accede a todo lo posible en sí mismo y que regresa no ya con el ser, sino con lo propio de lo posible, que no puede ser sino será, el ser que será. Este lenguaje ya no tropezaría consigo mismo, no discurriría sobre los entes dados, ni razonaría ni quedaría enmudecido en lo inefable.

Quien hablase este lenguaje estaría pensando filosóficamente sin cometer el error originario de la filosofía. Estaría, por decirlo de alguna manera, experimentando lo descrito por Nietzsche en su Ecce homo al describir la inspiración.

Y, por supuesto, la pregunta es: ¿Y el Ión? ¿Y Platón? ¿Habrá que vérselas de una vez por todas con él, al final de la filosofía, para empezar a pensar de nuevo? ¿Será Dionisos el dios del claro?

martes, 23 de abril de 2013

El día del papel higiénico (también digital)


No celebré el día de la mujer trabajadora (pensé que ya tengo bastantes enemigos) pero me he empeñado en celebrar el 23 de abril (he descubierto que no tengo los suficientes enemigos).

En momentos como este, a mí me gustaría ser cualquier cosa menos español. Por ejemplo, inglés: en la pérfida Albión se les da por celebrar el día de Shakespeare (http://englishstuffesl.blogspot.com.es/2013/04/shakespeare-day-23rd-april_21.html).

Nosotros podríamos tener un día de Cervantes, pero no solo seguimos con el que inventen ellos, sino que no sabemos copiar. Así que celebramos el día del libro, y a mí me gustaría que alguien me sugiriese cómo hacerlo.

Había pensado dedicar el día a hacer cualquier cosa menos leer. También había pensado en quemar algunos libros, e incluso a algunos autores y al noventa por ciento de los editores, pero creo que está prohibido y, lo que es peor, me tacharían de inquisidor, y no puedo soportar que la gente se equivoque.

Así que por ahora he decidido rendir honores al papel, que lo soporta todo, y convertir el día del libro en el día del papel higiénico porque no conozco mayores cagadas que las perpetradas con el libro como pretexto. Por otra parte, no descuido el ebook y contemplo la posibilidad de dedicar unos minutos a la mierda digitalizada: en tiempos de crisis, no desearía que las familias de los tenderos y de los culturetas viesen mermada su alegría al ver que alguien no se alegra con ellos.

Todo rebuzna en beneficio de la síntesis de celebraciones con independencia de su distancia en el calendario. En un lugar de la Meseta que no mencionaré, acaba de inaugurarse un ciclo de conferencias dedicado a mujeres “singulares”, mujeres “que han hecho historia”. El ciclo comienza con una conferencia dedicada a Lou-Andreas Salomé… Se comprenderá que ahora mismo vaya al excusado a festejar, papel higiénico en mano, tanto libro y tanto fruto de la nada.

jueves, 18 de abril de 2013

Klee, mimado


Klee es el trébol de cuatro hojas del arte: encontrarse con él siempre es una suerte. Y también es una suerte (y una obligación) que se le mime, como ha hecho la Fundación Juan March de Madrid en una exposición sobre el trabajo docente del artista en la Bauhaus, donde se puede disfrutar de 137 obras, así como de herbarios y libros del pintor.

La muestra se articula en seis espacios: Naturaleza, Ritmo, Color, Movimiento, Construcción, Legado pedagógico, Cronología y Gabinete de consulta. Se consigue así, en un espacio reducido, que no agobiante, construir la fiel maqueta del inmenso edificio creativo y pedagógico de Klee: antítesis de lo grandilocuente y pretencioso, como el mismo Paul Klee, la exposición acoge al visitante para que intime con las orgánicas evoluciones de las líneas y las luces de las obras.

El cuidado puesto en la exposición se deja ver también en el programa de mano, diseñado por Adela Morán: acompaña a los claros (y sin erratas) textos informativos, una reproducción de Teoría de la configuración pictórica: 1.2 Orden principal que sin duda acabará en la pared de más de una casa.

Quien tenga la oportunidad y quiera disfrutar tanto de la obra de Klee como de una exposición que ha puesto medios y talento en cada detalle, no debería dejar pasar esta ocasión. Y, ya puestos, bien podría aprovechar para volver a ver las cuatro obras de Klee que atesora el Museo Thyssen.

Con Sócrates a cuestas


Contaba Diógenes Laercio,  nostálgico bienhumorado, que Sócrates no se había reconocido en los diálogos platónicos y que a su autor lo había tildado de mentiroso. La verdad es que se diría que Sócrates se las ingenió para quedar oculto en el que nada se sabe, pretendiendo hacer así, una vez más, de su vida el ejemplo de su prédica.

Eso es lo que Sócrates afirma en su apología: según él, la defensa de su inocencia la había hecho durante toda su vida a través del ejemplo. ¿Y qué había hecho Sócrates durante su vida? ¿Y cómo se revela esto ante la muerte? La Apología de Platón nos muestra a un Sócrates altivo que aprovecha que todo el mundo lo escucha para definirse y para definir a los demás: él cumple la misión que los dioses le han encomendado, que no es otra que reducir el saber al no saber y desenmascarar a los que mienten y se equivocan, heridos en su orgullo por Sócrates, de quien ahora, por fin, se vengan y del que se libran. Este Sócrates platónico, público y literario, es el Sócrates irónico y sofista, aunque lo niegue, que se sirve de la lógica como de un juguete para construir discursos aparentemente coherentes que, en última instancia, dejan al perplejo otro sin palabras o con la palabra de Sócrates en la boca.

Esta imagen queda matizada por la Apología de Jenofonte, que nos muestra a un Sócrates en privado. Ante este Sócrates cabe preguntarse si el filósofo era honesto tanto en público como en privado, o bien era uno en público y otro en privado, o bien representaba un papel que acabó creyéndose (o que terminó por tener que asumir constantemente desde el momento en que era consciente de que todo lo que hiciese y dijese pasaría a la posteridad) de manera que no podía dejar de actuar como lo que ya era: no Sócrates, sino el personaje socrático.

Sócrates intentó defenderse. De eso no cabe duda. Esto puede significar que intentó dejar claro quién era frente a lo que consideraba una calumnia y una venganza que venían de lejos, y que esta defensa no se realizaba con un fin práctico, para evitar una pena, para conseguir una pena menor o para ser declarado inocente. También puede significar que durante el proceso Sócrates fue calculando las probabilidades que tenía de salir bien librado, que por eso empezó mostrándose altivo, sin preocuparse del efecto sobre los jueces y afirmando que no estaba dispuesto a vivir a cualquier precio, que de ahí pasó a sopesar la posibilidad de evitar la pena de muerte y destierro, y que cuando vio que no podría librarse de la pena máxima, y encontrando en su fuero interno el argumento de su vejez e inminente decrepitud, persistió de cara al público en el papel de digno filósofo que al no saber nada de la muerte no puede temerla ni desearla y que al saber que la vida humana no merece ser vivida al precio de perder el honor (esa síntesis de razón que no puede mentir(se) y de libertad que no admite más amo que las infalibles leyes de los dioses, lo que iguala razón y libertad), hizo de la necesidad virtud y de la circunstancia, ocasión propicia para aparecer hasta el último momento como quería seguir siendo en su ausencia: un sabio que profetiza su presencia tan molesta como la verdad que afirma que nada se sabe, y su presencia como un mal que convertirá a los que quedan en pusilánimes víctimas de todos los vicios.

En cualquier caso, seguimos con Sócrates a cuestas porque Sócrates (como vieron Kierkegaard y Nietzsche, por ejemplo) más que un continuo problema es un enigma que permanece para recordarnos que existen los enigmas sin solución. Porque, al fin y al cabo, representase o no un papel, Sócrates dedicó buena parte de su vida a no cuidarse de y a sí mismo, y ante la muerte obró de manera que la vida ya no puede vanagloriarse de ser el valor por excelencia. Y este es el enigma de Sócrates: Si la vida no se sabe si es un juego pero sí se sabe que no es lo que más vale, ¿quiere esto decir que hay algo que vale más o, quizá, que nada vale nada?

miércoles, 17 de abril de 2013

Español como lengua extranjera


He dedicado tanto tiempo a la Literatura como experimentación de las posibilidades del lenguaje y exploración de la creación misma, y he sido tan crítico con los cervantinos como para que ahora resulte sospechoso de retrógrado y renegado si afirmo que echo de menos la lengua de Cervantes, el español (o castellano, para los susceptibles, o quizá esto también moleste), en los libros escritos y publicados en este país.

Lo de hablar en español para comunicarse, es decir, haciendo un uso estrictamente práctico del idioma, ya lo doy por perdido e imposible de recuperar. Por la calle (y por calle entiendo también Internet con sus redes sociales) se emplea un sucedáneo de español que no es más que aguachirle, mezcla de lo que puede ser (una lengua viva, metamórfica y en constante crecimiento), con lo que lo imposibilita: ignorancia, comodidad, desinterés, copia descerebrada y otros vicios de la inercia y la estupidez arrogante que anquilosan y matan y que pasan por formadores de lo animado cuando, en realidad, no se trata sino de inertes jergas de guetos para los no pensantes, los que no tienen nada que decir y no callan nunca.

Y, sinceramente, a mí esto (la metástasis que padece la gramática y el Alzheimer que sufre el léxico) me daría completamente igual si no fuese porque parece que se termina escribiendo “literatura” como se suele hablar en el Twitter, en el bar y en el rellano de la escalera. Y tampoco esto haría que me temblase el pulso si no fuese porque los textos así escritos van a parar a imprentas de las que salen convertidos en libros.

Por desgracia, estamos más que acostumbrados a la ausencia de Cervantes, Quevedo y Larra. Y sin Cela, Delibes y Ayala hemos quedado no ya huérfanos de padres, sino incluso, y esto es lo peor, de hijos. Leer español resulta tan complicado, salvo que te vayas a los clásicos, que más parece lengua muerta que extranjera.

jueves, 11 de abril de 2013

Munch: la vida, el amor, la muerte y la pintura


BISCHOFF, Ulrich. Munch. Colonia: Taschen, 2011. Traducción de Félix Treumund.

En pocas ocasiones es tan importante como en el caso de Edvard Munch evitar la aproximación, la interpretación socio-psico-biográfica a la obra de un artista, de ahí que el texto de Ulrich Bischoff acierte al evitar esta tentación cuando se trata de un pintor en quien, y no puede ser de otra manera si se crea, no solo lo individual no se distingue de lo universal y la mera obra y su creación son los auténticos asuntos del obrar y lo obrado, sino que, además, se caracterizó por ir eliminando de sus cuadros todo rasgo que pudiese conducir a una lectura de este tipo sobre la base de lo anecdótico.


[Hombre y mujer, 1898. Origen de la imagen: http://blocdejavier.wordpress.com/2012/01/21/cenizas-munch-1894/]

“La peculiaridad esencial del arte de Munch, sin embargo, no radica en la exposición sensible de vivencias centrales de la infancia o en el sagaz análisis psicológico. Su mérito consiste en el radicalismo con que trata dos problemas estrictamente artístico: la composición y la técnica pictórica” (p. 56), escribe el autor del presente volumen.

Bischoff deja clara su postura al afirmar: “Pero, así como toda obra de arte significativa puede existir independientemente de su contexto histórico-social y de toda ligazón temática o formal con otras obras, así también es posible entender el arte de Munch a la luz de una sola obra” (p. 63).

En efecto, el creador no hace más que dedicarse a una sola obra durante toda su vida. En el caso de Munch, esta obra se llama “El friso de la vida”, y va más allá de la serie de cuadros que estrictamente lo componen, pues este “friso” se articula en cuatro partes que inevitablemente ocupan al artista de principio a fin: “El despertar del amor”, “La plenitud y el fin del amor”, “Miedo a la vida”, “Muerte”.

“El friso de la vida” está íntimamente ligado a otros frisos, como el de Reinhardt o el de la universidad de Cristianía: “El ‘Friso de la vida’ representa las alegrías y los sufrimientos del individuo vistos de cerca, los cuadros de la universidad encarnan las poderosas fuerzas eternas” (p. 62).

La continuidad temática va ligada a la unidad estilística dentro de la perpetua experimentación de la creación: “A pesar de que el tema varía, el peculiar lenguaje formal de Munch permanece siempre, vinculando así una multitud de cuadros de tema diverso en la totalidad de una obra de gran originalidad y cohesión” (p. 76).

Durante años, Munch padeció la incomprensión de sus contemporáneos (más en concreto, del público y de la crítica, no de los pintores) debido no a cuestiones temáticas, sino técnicas: sus cuadros fueron juzgados como malos o tomaduras de pelo por las mismas razones por las que lo fueron los de Toulouse-Lautrec: transgredían lo que hasta entonces se entendía no ya como representación realista, sino el mismo concepto de obra de arte en tanto que momento materializado en el que se esta considera trabajada y terminada.

Ulrich Bischoff insiste en esto incluso cuando se detiene a comparar el contenido temático o simbólico entre varias obras, como en el caso de La mujer en tres estadios: “Más importantes que estas coincidencias son, empero, los medios propiamente pictóricos aplicados por Munch” (p. 46).

No podían faltar las inevitables referencias a la fotografía. En este sentido, afirma el propio Munch: “La cámara fotográfica no podrá competir con la pintura mientras no se la pueda utilizar ni en el cielo ni en el infierno” (p. 84). Lo que es tanto como decir que la fotografía no puede, como la pintura, servir de umbral para acceder a lo inalienablemente individual y al mismo tiempo atemporalmente universal de una/la experiencia humana.

La fotografía, por lo tanto, no es vista como una amenaza para la pintura, que tendría, según Munch, sus verdaderos enemigos en otra parte: “Lo que está arruinando el arte moderno es el comercio […] No se pinta por el deseo de pintar […] o con la intención de contar una historia” (p. 18).



Estas apreciaciones me llevan a pensar en las relaciones entre narrativa, cine y mercado. ¿Para qué novelas y cuentos en la época del cine? Por supuesto, la pregunta sería completamente absurda si los mercaderes de libros no se hubiesen empeñado en poner a la venta exclusivamente obra narrativas que no dejan de ser clones de películas y series de cine y televisión. Aquí solo importa la historia que entretiene al consumidor: no existe la Literatura.

Termino con unas palabras que tal vez sacien la curiosidad de muchos por el origen y el significado de El grito. Dice Munch: “Iba caminando con dos amigos por el paseo, el sol se estaba poniendo, el cielo se volvió de pronto rojo. Yo me paré, cansado me apoyé en una baranda, sobre la ciudad y el fiordo azul oscuro no veía sino sangre y lenguas de fuego. Mis amigos continuaban su marcha y yo seguía detenido en el mismo lugar temblando de miedo y sentía que un alarido infinito penetraba toda la naturaleza” (p. 54). Y no deja de ser interesante, también, la reproducción de la  momia peruana, en el Musée de l’Homme de París, en la que, por lo visto, se inspiró el artista para crear el más célebre de sus cuadros.

Me cago en el Twitter


En efecto: yo empecé por exonerar el vientre en compañía del Twitter como otros tienen a mano un periódico, una revista o un bote de champú. La cosa iba bien básicamente porque seguía pocas páginas y estas eran de ciencia, sobre todo de física. Pero cometí el error de pensar que todo el monte es orégano y empecé a seguir páginas relacionadas con los libros, los museos, la actualidad…

Y la evacuación se hizo inviable. Llegó el día en el que resultó imposible deshacerse de tamaña cantidad de mierda. Nada de Literatura, nada de arte, nada de cultura, ni un comentario inteligente: 140 caracteres que parecían una infinita sucesión de torturas.

He aquí un ejemplo:


Comprendí que lo bueno de Internet es lo mismo que lo que de bueno tiene el mundo: puedes elegir. Decía Drieu La Rochelle que él estaba dispuesto a mancharse los pies pero no las manos: se ve que esto lo escribió en un momento de escasa lucidez, o no le tenía cariño a sus pies, o bien no tenía Twitter. Luego rectificó y se suicidó. Es que te lo penen muy difícil, cada vez más difícil.

domingo, 7 de abril de 2013

Ajedrez de Arrabal


ARRABAL, Fernando. Arrabal celebrando la ceremonia de la confusión. Madrid: Alfaguara, 1966.


Poco o nada nuevo puede decirse de la íntima relación entre el ajedrez y el único genio español (parece un oxímoron, ¿verdad?) vivo. Y qué necesidad hay de novedades cuando lo mismo se sucede de manera perfecta: afortunadamente, siempre se puede regresar una y otra vez.

Aparece el ajedrez por primera vez en esta obra dionisíaca, onírica, de juegos fractales, trampantojos y mise en abyme, obra de candor y voluptuosidad, de dulzura y crueldad, de lucidez que ciega y de oscuridad que ilumina; aparece el ajedrez, decimos, y cómo podía ser de otra manera, en la sección “c) Arte” de “Mi biografía”: “La memoria presidía” (p. 101), comienza el fragmento.

La memoria biográfica y la memoria de la humanidad jugando con el azar del futuro para crear la obra de arte, para atenerse a las piezas y las reglas eternas y, así, inexplicablemente, hallar nuevas combinaciones que van a dar en encuentros hasta ese momento inimaginables. Así el ajedrez, así el arte, así la filosofía, así la vida.

Una vez que aparece, el ajedrez se resiste a dejar el texto, y en “d) Anatomía”, leemos que “mis piernas [están representadas] por un caballo de ajedrez en medio de un campo” (p. 108). Y el cuarto capítulo comienza, como todos los capítulos, en “La glorieta”, donde tiene lugar una interrumpida Ruy López (pp. 113-6).

Es esta una celebración en la que la ceremonia no confunde en absoluto, sino que aclara como los sueños de la noche aclaran los sueños de la vigilia, porque Arrabal nos sitúa “en los arrabales de la fascinación” (p. 125).

sábado, 6 de abril de 2013

Hugo Wolf y el Simply


El 5 de abril asistí a un concierto de lieder en la Fundación Juan March de Madrid (http://www.march.es/Recursos_Web/Culturales/Documentos/Conciertos/CO4308.pdf). Elizabeth Watts, soprano, y Roger Vignoles, piano, interpretaron piezas del Italianisches Liederbuch de Wolf y Der Krämerspiegel de Strauss en su integridad. La obra de este último, un ataque frontal a los editores, me vendrá de maravilla para mi planeada entrada Editores, mierda, etc. Ya llegará. Pero yo asistí al recital para cumplir el sueño de escuchar en vivo obras de Hugo Wolf, de quien disfruto en grabaciones desde que tenía dieciocho años.
                                        
Muertos Fischer-Dieskau, la Schwarzkopf y Gerald Moore, no podía desear nada mejor que a la expresiva Watts y al virtuoso Vignoles introducidos, espléndidamente, por una hora de presentación de Luis Gago (quien aleccionó al rebaño sobre cuándo reír). Hay sueños que se cumplen y no desilusionan. Sin necesidad de seguir las letras en el folleto y sin saber más alemán que un dóberman, pude tararear cada canción al tiempo que repasaba los pasados veinte años de mi vida.

Hay un placer que llega suavemente con una intensidad inconmensurable y que tiene sus raíces en el reencuentro. Y uno puede hablar de estas cosas, es decir, de uno mismo, cuando está solo, porque ¿de qué se va a hablar en la soledad? Así que hablaré de un placer inusitado y superior a Hugo Wolf. Recorría yo la calle de Castelló, en pleno barrio de Salamanca, cuando me hicieron ver que mejor haría en seguir la paralela, Núñez de Balboa. Y eso hice. Y seguí y seguí hasta que vi, en la otra acera, un Simply. Entonces sonreí. Sonreí como si ya hubiese escuchado a Wolf, como si ya no hiciese falta ir al concierto, sonreí con la convicción de que uno no es de donde nace ni de donde pace.

miércoles, 3 de abril de 2013

La llave de oro de la indeterminación


“La llave de oro”, cuento de los hermanos Grimm, es muy sencillo: en invierno, un niño para coger leña; tiene frío y antes de regresar a casa decide hacer un fuego, para lo que se pone a apartar la nieve. Entonces encuentra una llave de oro y se dice que lo más probable es que haya también una cerradura: sigue buscando y encuentra un cofrecillo. Le cuesta encontrar la cerradura y hacerla girar, y el narrador nos dice que hemos de esperar a que termine de hacerlo para que el niño pueda abrir el cofre y, así, nosotros podamos conocer qué contiene. Fin del cuento.

Nos quedamos sin saber qué contiene el cofre. Quizá tenemos la sensación de que falta el final, o, incluso, de que se nos ha tomado el pelo porque quedamos frustrados, insatisfechos. El lector está acostumbrado a leer obras que se ciñen al esquema ignorancia/incertidumbre/confusión – conocimiento/resolución. En estos casos, el escritor prepara el cofrecillo, la llave, la cerradura, las vueltas a la llave y también la mirada del lector, mirada que o bien descubre lo que hay o bien decide qué es lo más probable que sea lo que hay.

Este cuento, sin embargo, ni siquiera presenta un final abierto, sino la pura indeterminación: la mirada no puede resolver el enigma porque no hay un esquema ignorancia-conocimiento. Ya que solo hay ignorancia, el lector no puede asomarse al interior del cofrecillo para saber o decidir, por decirlo de alguna manera, si se trata de onda, partícula, y entonces de qué partícula, o de nada de nada. También resulta absurdo que siga esperando a que el niño termine de hacer girar la llave, pues el cuento se ha acabado.

La llave de oro de la indeterminación es la ignorancia sostenida, absoluta. Y “La llave de oro” de los hermanos Grimm es una lección de literatura.

La exageración explicada con sencillez


CHABROL, Claude. Cómo se hace una película. Madrid: Alianza, 2009. Traducción de Carlos Barbáchano.

Aprovechando que no me gusta el cine, vuelvo a la carga con el comentario de un mal libro sobre cine. Cómo se hace una película es, por lo visto, el resultado de una entrevista hecha a Chabrol: han desaparecido las preguntas y quedan, organizadas en temas, las respuestas del director. Un recurso más o menos necesario que se ajusta a la imprecisión del título.

Porque el título es ya una exageración desde el momento en que el propio realizador afirma que “cada uno tiene su modo de ‘hacer’ una película […] por lo que no tiene sentido hablar de una escuela de cine” (p. 7). Por lo tanto, el título tendría que ser Cómo hago yo una película.

¿Y cómo hacía Chabrol las películas? En primer lugar, piensa qué quiere hacer y cómo quiere hacerlo: “La reflexión siempre mejora el resultado” (p. 33). Esta reflexión previa al rodaje supone tomar una decisión: “transformarnos en narrador para poder comer todos los días” (p. 12). Sobre el papel de la supervivencia como factor crucial en la realización de una película volverá al final del libro (p. 86). En segundo lugar, durante el rodaje Chabrol se dedicaba a disfrutar, lo que considera imprescindible, y a manejar a la gente a su alrededor en función de si podía darles órdenes explícitas o de si tenía que usar trucos diplomáticos para sacar lo mejor de cada uno (especialmente en el caso de los actores). Finalmente, llega la hora de la presentación y de la venta del producto, lo que Chabrol llevaba con cínica resignación.

Para el director de la nouvelle vague, un crítico no es más que alguien que da su opinión a partir de la impresión que le causa una película (p. 85). En este sentido, la labor del crítico estaría en consonancia con el trabajo del realizador: cada uno hace lo que mejor le parece sin ningún criterio solvente.

El hecho de que este libro se haya publicado ya es una exageración, porque toda recopilación de anécdotas lo es; y se trata exageración acorde con la misma naturaleza del cine: un medio que a pesar de entrar a lo bruto por ojos y oídos tiene que aumentarlo todo para que cause unos efectos fisiológicos que no tienen mucho sentido.

sábado, 23 de marzo de 2013

Goethe: acabarse


Terminaba la entrada anterior de este blog con unas palabras de Giacomo Joyce: “What then? Write it, damn you, write it! What else are you good for?”. Con poco más de treinta años, Joyce desea a su alumna, un deseo que junto a su insatisfacción le da pie a pensar en la muerte y en el envejecimiento, en el progresivo avance de la imposibilidad aunque en principio se sienta el impulso hacia y la capacidad material de la satisfacción, de lo posible. Uno sigue viviendo y la vida alrededor lo va abandonando, o, más bien, deja de hacerle caso: uno puede y, sin embargo, es imposible. Ante esta deserción de la vida, Joyce se encuentra con lo que es: Literatura.

Esto me recordó a Goethe, su deseo por la joven Ulrike von Levetzow y la Elegía de Marienbad, al menos tal y como lo describe Stefan Zweig.[1] El hombre de setenta y cuatro años se enamora de la joven de diecinueve. “Ese hombre reservado, endurecido, pedante, en el que lo poético casi se ha convertido en una costra de erudición, únicamente obedece desde hace décadas al sentimiento” (p. 159). Goethe siente la pasión del amor, y ese amor no es correspondido: “Empieza el grotesco espectáculo, en el que lo trágico raya con facilidad en la sátira” (p. 160).

En lo grotesco y satírico habría caído cualquiera, pero no Goethe: “este gran hombre que todo lo presiente tiene la sensación de que en su vida algo formidable ha concluido. Pero, eterno compañero del más profundo dolor, en la hora más sombría surge el viejo consuelo. Sobre el que pena desciende el genio, y aquel que en la Tierra no encuentra alivio invoca a Dios. Una vez más, como tantas otras y no por última, Goethe escapa a la vivencia a través de la poesía” (p. 161).

                Yo, que un día favorito de los dioses fuera,
                me he perdido a mí mismo y al universo (p. 164).

Goethe cae enfermo. Su amigo Zelter acude en su ayuda, reconoce el origen del mal y lo cura leyéndole la Elegía. “Goethe se salva – puede decirse – por medio de ese poema. Al fin ha superado la angustia, ha vencido la última y trágica esperanza […] De ahora en adelante, su vida pertenece por entero al trabajo. Puesto a prueba, ha renunciado a que su destino recomience, con lo que otro gran empeño dirige su vida: rematar su obra” (p. 167). Terminará, por fin, el Wilhelm Meister y el Fausto.

Zweig, con esa mezcla suya tan atractiva de lirismo y análisis, va concluyendo: “Entre esas dos esferas del sentimiento, entre el último deseo y la última renuncia, entre emprender algo nuevo o rematar lo ya hecho, se encuentra, como un apogeo, como un instante inolvidable de íntima reflexión, aquel 5 de septiembre, la despedida de Karlsbad, la despedida del amor, transformada en eternidad a través del conmovedor lamento” (p. 167).

Se diría, siguiendo a Zweig, que la Literatura viene a sustituir a la vida y lo hace aportando no un sucedáneo, un sustituto de valor inferior, sino algo que la trasciende para fijar uno de sus instantes eternamente: la vida rechaza al hombre y el hombre le regala a la vida su inmortalidad, su sentido. Podría ser, pero, sinceramente, creo que no es así.

Goethe se acaba. Goethe, como Joyce, no siente ninguna tentación. No hay ningún conflicto entre la Literatura y la vida: la vida no es más que un pre-texto. Tanto la satisfacción como la insatisfacción habrían tenido el mismo resultado, llámese lamento o himno: Literatura. Porque la Literatura se alimenta de la vida y la vida, sin la Literatura, tiene tanto sentido como la vida de Ulrike von Levetzow sin Goethe y sin la Elegía de Marienbad: ninguno. Goethe hizo lo que siempre había hecho: llevar hasta el extremo lo posible. Y llega al extremo de lo posible, y se acaba.



[1] ZWEIG, Stefan. “La Elegía de Marienbad. Goethe entre Karlsbad y Weimar. 5 de septiembre de 1823”, en Momentos estelares de la humanidad. Barcelona: Acantilado, 2012. Traducción de Berta Vias Mahou.

miércoles, 20 de marzo de 2013

Joyce en breve


JOYCE, James. Escritos breves. Madrid: Ediciones Escalera, 2012. Traducción y estudio preliminar de Mario Domínguez Parra.

El presente volumen recoge las Epifanías, Un retrato del artista y Giacomo Joyce, piezas breves que van de 1904 a 1914, escritos que poseen valor tanto por sí mismos (por su intrínseca calidad literaria) como por constituir piezas literales y estilísticas que encajarán en obras como Retrato del artista adolescente y Ulises.

En las Epifanías podemos constatar el primoroso dominio que Joyce tenía del lenguaje. Retazos de conversaciones, sueños, recuerdos e impresiones se suceden para formar un puzle de tan escasas piezas que en principio podría ser hecho por un niño y que, sin embargo, demuestra, a través de una magistral combinación de la selección, la elipsis y la precisión, el absoluto dominio de la armonía entre los sentidos, la reflexión y la expresión lingüística sonando al unísono no ya como varios instrumentos, sino apareciendo como varios sonidos simultáneos producidos por el mismo instrumento.

Un retrato del artista nos presenta al Joyce de la penetración psicológica, al pintor de raigambre clásica que se vale de los “ismos” como de técnicas subsidiarias que en trato paródico consigo mismas y con sus antecedentes consiguen descifrar la constante y confusa relación entre memoria, ironía y tristeza, como si el pasado fuese objeto de benévola y crítica sonrisa y el hecho de que haya pasado, motivo de melancolía.

Por su parte, Giacomo Joyce se mantiene sobre sí mismo como una de las más grandes composiciones literarias, y no solo en referencia a la producción de Joyce. Se cometería una injusticia con esta obra si se la valorase únicamente como ejemplo de lo que su autor ya estaba escribiendo por entonces, el Ulises. Sin tregua para el error o el despiste, sus depurados fragmentos conforman una unidad temática, estructural y estilística de una inusitada riqueza experimental para dar cuenta de la huella del tiempo a su paso por la vida, camino de la muerte.

La introducción a estos escritos se lee con agrado. No añade nada nuevo, pero complace que aparezcan, por ejemplo, Pinter, Cage y Gould. La edición de los textos no empieza bien: “he’ll have to apoligise, Mr Joyce” (p. 76), cuando en la traducción sí se dice “él tendrá que disculparse, señora Joyce” (p. 77); “I was sure” (p. 82), y en la traducción: “estaba segura” (p. 83). Fallos casi sin importancia, en cualquier caso. La traducción, siempre complicada y más cuando se trata de Joyce, me hace dudar ante casos como los siguientes: “La llovizna repentina cesa aunque con demora; racimo de diamantes, entre los arbustos del patio, donde surge una exhalación desde la tierra negra” (p. 125); “A lo lejos, un hermosos caballo marrón montado por un jinete amarillo estampa su silueta solar” (p. 139); “un templado olor húmedo” (p. 141). Y la traducción de “clip and clip again” (p. 187) por “fornican y fornican de nuevo” (p. 199) me desconcierta un poco, pues no termino de encontrar esta acepción del verbo, aunque estaría encantado de rectificar en caso necesario.

En resumen, un buen libro y, lo mejor, Joyce: “What then? Write it, damn you, write it! What else are you good for?” (p. 192).