sábado, 29 de diciembre de 2012

Los dignos


CHÉJOV, Antón. “La corista”, en La corista y otros cuentos. Madrid: Alianza Editorial, 1995. Traducción de Juan López Morillas.

Lo bueno de ser digno es que no necesitas ser ni pobre ni rico ni todo lo contrario. Basta con estar indignado. Y estar indignado, tal y como nos enseña Chéjov en su cuento “La corista”, es la mar de fácil: solo se necesita esa indignidad llamada convicción moral que inventa el derecho a exigir. Así, a Pasha, la corista, superparásito de los parásitos que no son Kolpakov y señora, justamente estos le exigen que entregue a los ladrones (de tiempo, cosas, dinero, paz y paciencia) lo que otros parásitos le han dado y quienes, por supuesto, jamás, imaginamos bien, se atreverían a pedir la devolución de lo dado.

Pero la esposa de Kolpakov es madre, y por los hijos se hace cualquier cosa, como también podría haber dicho Hitler. Y nada mejor que un hijo como coartada para el expolio. Siempre será lo mejor quitar al que no tiene, y aquel a quien se le puede coaccionar para que crea que lo que tiene no es suyo, no tiene nada, así que ni siquiera se puede afirmar que se le quite nada: más bien, se restablece un orden, se hace justicia. Y una vez hecha justicia, no que se hunda el mundo, sino que este gire y siga funcionando con la dignidad de quien no solo se ha apropiado de lo ajeno, sino que lo ha hecho con la impunidad de quien es más poderoso, y es más poderoso quien tiene la mejor coartada, esa forma de conmover la parte más baja del hijo de hombre y mujer (que es la residencia de los sentimientos, sea esta la que sea) que se denomina juicio moral.

Por eso me gusta tanto Chéjov: no te hace pensar, no es socrático: te obliga a mirar y a ver.

miércoles, 26 de diciembre de 2012

Quedan los hombres, Rulfo, que ya no están


RULFO, Juan. Relatos. Madrid: Alianza Editorial, 1994.

La poca humanidad que encuentro en los libros está toda, y entonces no es poca sino toda, en la Biblia. De hecho, si quiero lo real de la humanidad acudo al Antiguo Testamento: a ese dios celoso y furioso y a los hombres que sienten su pasión y se les va la vida, plena, en ella. Y a los libros que bien podrían tildarse, por su materia y su tono, de bíblicos: obras de Shakespeare o Faulkner, por citar dos de mi especial preferencia. Y si busco los sueños de la humanidad acudo, entonces, a los griegos, a Homero, a Píndaro, a los trágicos: a esos dioses apasionados y a esas fuerzas inexorables y a esos hombres tan astutos como locos que parecen vivir dormidos.

Para mí Rulfo habita en un espacio entre el Antiguo Testamento y la Orestíada. Los sueños de sus hombres son tan reales como la memoria y el remordimiento, el pasado y la desesperanza, de donde, de hecho, nacen las pesadillas de los que viven en el Llano y su periferia. Aquí es posible decir sin rubor: “La sombra larga y negra de los hombres […]” (p. 51), porque son posibles otras sombras menos negras y menos alargadas e incluso hombres sin sombra, no-hombres. Aquí la humanidad resplandece de piedad: “Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros” (p. 39). Aquí el hombre conoce que lo imposible es posible: “Todo es contra el Llano… No se puede contra lo que no se puede. Eso es lo que hemos dicho” (p. 8). Aquí se llega y se vive a ras de mónada, como la vida pegada a lo inerte, en una tierra como la Tierra del tríptico cerrado del Bosco: “Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta” (p. 38). 


Aquí todavía se quiere seguir viviendo, sin más, como si no existiese la posibilidad de lo imposible: “Había hecho el intento de dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido. También se le había ido el hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de vivir” (p. 32).

Entre los huesos de la escritura de Juan Rulfo brilla la negra luz de la poesía del hombre que no sabe cuándo morirá y cómo durará cuando ya no esté.

sábado, 22 de diciembre de 2012

Oye, Nick, ¿vivimos en una simulación informática o en el planeta de los simios?


Imagino que soy un tipo con suerte: por lo visto, los agoreros no han interpretado bien el calendario maya y no se ha acabado el mundo. Paciencia. Esto me ha dado tiempo para leer uno de los textos más divertidos a los que he tenido acceso en toda mi vida, y eso que se publicó en 2003, pero siempre he sido un poco despistado. En definitiva y en resumen, sí, soy un tipo con suerte: el humor me persigue.

Me niego a perder el tiempo más de la cuenta, así que no he buscado información en internet ni sobre el autor (Nick Bostrom, un filósofo inglés, valga el oxímoron, como quizás diría Nietzsche) ni sobre la recepción del texto (“Are you living in a computer simulation?”), que pueden leer aquí: http://www.simulation-argument.com/simulation.html

Desde el genial Ibáñez (ni Blasco ni Paco – el cantautor, sino Francisco), no me había reído tanto. Lo cierto es que después de haber pasado por la escuela de Hume y su sorpresa ante los autores que van del “es” al “deber ser” con la misma facilidad con la que los adivinos van de una metedura de pata a la siguiente, no creía que todavía hubiese quien cometiese errores lógico-desopilantes. Pero no hay nada imposible, y Nick Bostrom riza el rizo del absurdo al ir, cual coche cuesta abajo y sin frenos, del “es” al “puede ser” y del “puede ser” al “por lo tanto es imposible que no sea”.

El texto (¿filosofía ficción? Pero me niego a ser uno más de los que tratan a patadas a la filosofía) está repleto de tecnicismos lógicos: “very likely”, “extremely unlikely”, “almost certainly”, “predict”, “Let us suppose”, “might do”, “would be”, “could”, “It is then possible to argue”, “it suggests naturalistic analogies”, “we formulate an assumption that we need to import from the philosophy of mind in order to het the argument started”, “we consider some empirical reasons”, “some simple probability theory”, “a weak indifference principle that the argument employs”, “could in principle do the trick”, “and although it is not entirely uncontroversial, we shall here take it as a given”, “This attenuated version of substrate-independence is quite widely accepted”, “persuasive arguments”, “ifthen…”, “a mature stage of technological development”, “it is likely”, “One would therefore expect”, más y más “could”, y “may” y “can”, “We can draw this conclusion even while leaving a substantial margin of error”, “If there were a substantial chance […] then how come you are not […]?”, “We shall develop this idea into a rigorous argument” (o sea: se pone a jugar con formulas pseudo estadísticas), “If betting odds provide some guidance to rational belief, it may also be worth to ponder that if”, “it is plausible”, “One can speculate”, “It may be possible”, “Reality may thus contain many levels”, “Further rumination on these themes could climax in a naturalistic theogony”, “One might get a kind of universal ethical imperative, which it would be in everybody’s self-interest to obey”, “We may hope”, “If we learn more about posthuman motivations and resource constraints”, “A technologically mature ‘posthuman’ civilization would have enormous computing power. Based on this empirical fact”, “In the dark forest of our current ignorance, it seems sensible to apportion”, “Unless we are now living in a simulation, our descendants will almost certainly never run an ancestor-simulation”.

Imagino que si confundes la película Matrix con una regla de tres, o si consideras que un videojuego es un axioma, o si jamás has pensado en el Übermensch, puedes llegar a creer que porque dicen que Verne era un visionario, los cuentos de Asimov son demostraciones de que Heidegger era un nazi de mierda. Etcétera. Hay momentos muy mayas en los que echo de menos que los agoreros no den una.

Pero aprovecho la coyuntura para parodiar a Nick. Tengo tiempo y vino.

1) Las moscas comen queso, beben café y fuman tabaco. Esto se puede comprobar en verano: las moscas se posan en el queso, en la taza del café y en el filtro del cigarrillo. Por lo tanto, las moscas se comportan como humanos, lo que bien podría significar que las moscas y los humanos no se diferencian en nada. Todo lo que no se diferencia es idéntico, luego las moscas son seres humanos, pero no viceversa, pues los hombres, al contrario que las moscas, no pueden volar sin la ayuda de aparatos tecnológicos.

2) Las moscas vuelan sin ayuda de tecnología alguna. Teniendo en cuenta la ignorancia en la que vive el hombre y los progresos tecnológicos que nos acechan, no es improbable pensar que llegará un día en el que el hombre volará como las moscas.

3) Si pensamos, y por qué no hacerlo, que el hombre será igual que la mosca, volará. Por lo tanto, el hombre ya vuela o ha volado, de lo contrario tendríamos que concluir que las moscas no son como los humanos, y sin embargo lo son. Si todo esto fuese falso en parte o en su totalidad, significaría que tampoco en el pasado las moscas eran como los hombres, ni viceversa, lo que negaría la existencia de moscas y hombres, pues son iguales, como demuestra el hecho de que de no ser así, nuestros descendientes no tendrían moscas, pero sí queso, café y tabaco, lo que es imposible.

CORALARIO 1: La película “La mosca”.

CORALARIO 2: Quedan resueltos los problemas morales: El origen del hombre deja de estar sujeto a la metáfora de la verticalidad (de arriba abajo: es creado; de abajo arriba: evoluciona), pues el hombre siempre ha sido una mosca, y los animales carecen de moral, luego no hay moral. La mosca del vinagre comparte con el hombre un porrón de genes, y eso es otra prueba: una prueba genética, para ser precisos.

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Espero, con toda humildad, que después de este análisis filosófico me den una plaza de funcionario como profesor de universidad. También me gustaría dedicar el Nobel de Filosofía a todos los que han contribuido a que odie los calendarios.

lunes, 17 de diciembre de 2012

Cuento Psycho Christmas


Érase una vez un alto cono de superficie horadada entre barras metálicas encima de la que brillaban estrellas y corazones rojos sobre sinuosas luces verdes. El cono deseaba tener complejo de árbol navideño, pero finalmente se resignó a su similitud con un cucurucho tirado en la calle, sin bolas de chocolate y pistacho, y se quedó tan helado como el pobre portugués de muñón rubicundo echado, día y noche, en la acera atestada de peatones.


Como se trataba de un árbol moderno, se aburría. Tal vez se debía a la postmoderna manía de dar luz en lugar de sombra: podía no estar acostumbrado a las sandeces. La cosa es que el aburrimiento es muy malo y por eso el cono-árbol-cucurucho miró a su alrededor, por encima de cabezas y tejados, y vio que las calles estaban festoneadas de luminosas formas abstractas y otros motivos cosmopolitas y ñoños, y se preguntó qué época del año sería.

¿Navidad? Él mismo podría haber sido plantado allí o en la plaza de cualquier pueblo en plenas fiestas de agosto o septiembre. Volvió a mirar, esta vez hacia abajo. Gente; familias. Incluso los que iban solos parecían ir solos en cuanto que miembros de una familia. Solo él no tenía familia, pues su estar allí, incluso su mero estar, carecía de ese mínimo sentido que aporta el origen y el pertenecer a algún grupo uniforme que te recuerde por tu nombre. Se sintió acabado. Quería tener familia y pasar con sus miembros aquella época, fuese la que fuese.

Nada. Estaba solo y aburrido, valga el juvenil pleonasmo. Y, por desgracia, se levantó un aire que arrastraba basura y que hizo que varase a sus pies un libro. Lo que ya le faltaba era tener que leer por no tener nada mejor que hacer. El libro se abrió por cierta sección: “Investigaciones sobre la familia”. Más en concreto, se abrió en la página 247 (WINKIN, Yves (ed.). La nueva comunicación. Barcelona: Kairós, 1984. Traducción de Jorge Fibla): “Estructuras de la comunicación psicótica”, un texto firmado por un tal Paul Watzlawick.

En el librito de marras se hablaba de tangencialización y descalificación, de mixtificación y paradoja. Se imaginó, entonces, en una casa con su familia sentada a la mesa para cenar juntos mientras celebraban… mientras celebraban… ¿que “[…] un sistema puede calificarse de patológico en la medida en que es incapaz de generar reglas para el cambio de sus propias reglas”? El cono-árbol-cucurucho seguía sin entender qué hacía allí y qué se celebraba (aunque le sonaba algo de una fiesta familiar, claro), pero comprendió, de golpe, que no querría pasar ni un minuto encerrado en un lugar poblado por demasiado expertos jugadores.

Lo de comprender de golpe fue literal: entre la basura que le arrojó el aire estaba un grueso tocho en el que leyó lo siguiente:

“Había en la misma comarca algunos pastores, que dormían al raso y vigilaban por turno durante la noche su rebaño. Se les presentó el Ángel del Señor, y la gloria del Señor los envolvió en su luz; y se llenaron de temor. El ángel les dijo: «No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre». Y de pronto se juntó con el ángel una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo: «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace»” (Evangelio según San Lucas 2 8-14. Biblia de Jerusalén. Madrid: Alianza Editorial, 1994, pp. 77-8).

Desde luego, aquello le sonaba como un pañuelo suena los mocos, y como él no tenía mocos, le sonaba a anacrónica leyenda urbana, de ahí que la idea que se le cruzó por los cables acerca de la posibilidad de que aquello tuviese algún significado cronológico, pasó tan rápida como la corriente de aire que se lleva la volandera hoja de un calendario de antaño. Por fortuna, más le impactó, y de nuevo sin metáforas, una bolsa de plástico del Corte Inglés. Se conocen revelaciones por caídas y tortazos, pero sin duda esta de la bolsa plástica contra el cono metálico pasará a la historia de la lucidez.

sábado, 8 de diciembre de 2012

La Tierra como Arte, el Arte de la Tierra

Dicen que para hacer buenas fotografías son necesarios una buena cámara y tirar un número desvergonzado de fotos. La NASA tiene buenas cámaras (llamadas satélites), y podemos aventurar que el revelado les saldrá tan barato como para poder permitirse hacer miles de fotografías por minuto. De ahí que hayan podido diseñar el libro Earth as Art y ponerlo a disposición todo aquel que tenga curiosidad, tiempo y ganas de descargárselo, gratis, en formato PDF: 



[Imagen de las Islas Kuriles que la NASA incluye en su colección Earth as Art]

En esta página se puede leer una breve presentación, más o menos afortunada ("The images are intended for viewing enjoyment rather than scientific interpretation. The beauty of Earth is clear, and the artistry ranges from the surreal to the sublime"), que, por desgracia, no recoge una buena frase que sí aparece en el prefacio del libro: "Truly, by escaping Earth’s gravity we discovered its attraction".

Me parece algo más que un simple juego de palabras.

martes, 4 de diciembre de 2012

Lo horrible de Maupassant


El General G. precisa que no hay que confundir lo terrible con lo horrible: la muerte de dos hombres y tres mujeres ahogados en el río, por ejemplo, es terrible, pero para experimentar horror hace falta algo más que emoción: una sensación de misterio o de terror anormal, supranatural. Maupassant pone en boca del General dos historias de horror: en la primera, soldados al borde de la muerte linchan, con ensañamiento (siguen disparando sobre el cadáver “como la gente en un funeral continúa arrojando agua bendita ante el ataúd”), a una mujer inocente de la que se decía era una espía; y, en la segunda, se narra un caso de canibalismo: los hombres abandonados a su suerte en el desierto entienden que están obligados a comerse los unos a los otros.

Y bien, ¿qué hay de horrible en estas dos historias? ¿La muerte por error de una mujer? ¿La antropofagia en un caso de supervivencia? No: lo horrible radica en esa falta de emoción, sin el menor exceso superfluo, con la que se mata y con la que Maupassant describe la pulpa sanguinolenta del cadáver tiroteado y cómo este es registrado y desnudado a la luz de unos fósforos; en cómo Maupassant describe, con la  misma falta de afectación que caracteriza a esos asesinos, la marcha de los hombres por el desierto en fila india, a tiro de fusil, y cómo uno de ellos se da la vuelta para matar a otro, y lo mata, y lo descuartiza, y los demás se acercan a por su parte, y el asesino se queda con su mera ración, y luego vuelve cada uno a caminar solo por el desierto a tiro de fusil.

Lo horrible, por lo tanto, se encuentra en el misterio de la creación, y Maupassant se limita a re-crear lo horrible en la violencia como podría haberlo hecho en la belleza y, en definitiva, en todo aquello que lleva el sello de la perfección y que, exento de emoción, se mantiene infinitamente lejos de querer perpetrar emociones en los que no soportan el horror de toda pureza.

jueves, 29 de noviembre de 2012

Los que están más vivos


Kleist no deja claro si la mendiga de Locarno está viva o muerta. Por lo que cuenta en el relato homónimo, lo más probable es que esté muerta: la mendiga era vieja y pasaron muchos años desde que el Marqués la obligara a abandonar su rincón para que se ocultase detrás de la estufa. El tiempo suele matar a la gente.

Así que podemos pensar que la mendiga murió y que era su cadáver el que a las doce de la noche, haciendo ruido sobre la paja, y entre lamentos, se movía para volver de la estufa al rincón en el que la compasiva ama de llaves la había alojado. “Era su cadáver” es tanto como decir que era su fantasma, quizás la esencia de la mendiga, y quién abandona jamás su naturaleza menesterosa.

El Marqués quería vender el castillo. El comprador salió huyendo porque dijo que había fantasmas. La gente empezó a hablar de fantasmas. Sólo el interés, esa trampa mortal disfrazada de seguro de vida, pudo conseguir que el Marqués y su esposa encontrasen el valor necesario para afrontar su miedo. La Marquesa huyó a las doce de la noche. El Marqués prendió fuego al castillo: estaba cansado de vivir.

Vivir cansa, eso es un hecho. Y vivir cansado es vivir como un fantasma, un fantasma inverso, opuesto a aquel fantasma que es la esencia de lo vivo: queda la tan imprescindible como superflua carcasa que va devorando el tiempo. Entonces, el Marqués ya estaba muerto, era un cadáver que duraba, y la mendiga seguía viva porque si fue al castillo en busca de auxilio eso significa que quería seguir con vida, que todavía no estaba cansada de vivir. Al Marqués le venció el cansancio cuando no pudo seguir negando que su memoria era el mundo en el que habitaba el fantasma de su víctima.

Y es que se trata de un verdugo muy débil, de esos que no mueren a tiempo, justo con su víctima, y se empeñan en esa negación que es el olvido y que no es otra cosa que el cementerio de la memoria, el fértil campo de la perenne vida de los fantasmas más vivos que los que se dicen vivos.

viernes, 23 de noviembre de 2012

Cioran y otras ficciones


Se preguntaba Cioran por la posibilidad de la novela: “Sea como fuere, la materia de la literatura se adelgaza y esa otra, más limitada, de la novela, se desvanece ante nuestros ojos. ¿Está verdaderamente muerta o solamente moribunda? Mi incompetencia me impide decidirlo. Tras haber sostenido su acabamiento, me asaltan los remordimientos: ¿Y si viviese? En tal caso, a otros, más expertos, corresponde establecer el grado exacto de su agonía” (CIORAN, E. M. Adiós a la filosofía. Madrid: Alianza, 1988, p. 67, traducción de Fernando Savater).

Si él dudaba, habrá que seguir dudando hasta que llegue algún experto de la talla del filósofo. Mientras tanto, podemos fantasear con las palabras del propio Cioran. Porque en ese librito recopilatorio leemos “[…] la novela, cuya función, mérito y única razón de ser es realizar pastiches del infierno” (ob. cit., p. 59). Por lo tanto, la novela funcionaría cuando es un espejo más bien pobre de la realidad en la que nos encontramos: “Estamos todos en el fondo de un infierno, cada instante del cual es un milagro” (ob. cit., p. 135). Ahora bien, si hacemos caso de Cioran y descendemos en su jerarquía de mentiras, presidida por la vida y seguida de inmediato por el amor, diríamos que a continuación viene el arte. En este sentido, la novela no sería un espejo, sino un fragmento de la ficción de estar vivo y apasionado, condición para seguir aquí: “Estar engañado o perecer: no hay otra elección” (ob. cit., p. 100). Si la vida es una ficción y una ilusión, no se puede vivir sin ficciones ni ilusiones; algo que ya había repetido Nietzsche hasta la saciedad.

La novela, el arte en general, haría, pues, las funciones de una meta-ficción, de una ficción que no quiere pasar por otra cosa que ficción y que por eso puede hacer saber y sentir mejor que nada la nada de la ilusión de vivir las ilusiones de la vida. Si “el amor adormece el conocimiento; el conocimiento despierto mata el amor” (ob. cit., p. 111), por su parte “la lucidez, no lo olvidemos, es lo propio de los que, por incapacidad de amar, se desolidarizan tanto de los otros como de sí mismos” (ob. cit., p. 90). El arte, la novela, es un ejercicio de ficción lúcida y, por lo tanto, pone su amor en ese desinterés y esa indiferencia del conocimiento que reflexiona sobre sí mismo.

¿Cuál es el problema? Podría ser que la conciencia supusiese un anquilosamiento, un envenenamiento, una muerte lenta, agónica. La conciencia como lucidez, como inteligencia, como un ojo que se observa a sí mismo y que al hacerlo fuese quedándose ciego. “El fenómeno moderno por excelencia está constituido por la aparición del artista inteligente” (ob. cit., p. 55). Este artista inteligente no saldría del taller y escribiría lo que sucede allí: sobre las herramientas, sobre las condiciones de trabajo, sobre el proceso creativo, sobre las posibilidades combinatorias, sobre la palabra y el silencio, sobre la escritura, sobre nada. Y, según Cioran, hacer esto está bien, como está bien dar cuenta de la nada, pero si la novela es arte, se pregunta el filósofo, ¿para qué no dejarlo en una sola vez, para qué repetir constantemente ese ejercicio de adelgazamiento, de apenas nada, de sacar a la luz el mero esqueleto una y otra vez? ¿Será por falta de imaginación, por falta de temas? ¿Será, quizás, por aquello de la muerte de los mitos, por eso no de la muerte del hombre sino de las ficciones del hombre; será porque la lucidez agosta y la verdad mata y, en realidad, esto que se llama postmodernidad y que aparenta ser época de nuevos y ciegos bárbaros es el siglo de los neones cegadores y de las pantallas que no permiten cerrar los ojos, siglo de máxima visión?

En cualquier caso, la escritura no deja de iluminar aquello que se puede saber: “El verdadero saber se reduce a las vigilias en las tinieblas: sólo el conjunto de nuestros insomnios nos distingue de los animales y de nuestros semejantes” (ob. cit., p. 141). Y siempre tendremos motivos para no dormir, para escribir o callar.

domingo, 18 de noviembre de 2012

Álgebra verbal


ARNHEIM, Rudolf. “Los indicadores de los escritores”, en su Ensayos para rescatar el arte. Madrid: Cátedra, 1992, pp. 62-67, traducción de Jerónima García Bonafé.


A vueltas con qué es escribir, escribir bien, se entiende. Yo no tengo ni idea, pero Rudolf Arnheim parece saberlo. Según él, el escritor ha de atender a las características intrínsecas del lenguaje (un medio conceptual para dar cuenta de lo experimentable: “Escribir entraña, pues, una ocupación inteligente destinada a relatar la esencia de un tema mediante la selección de las palabras que conforman la imagen que tenemos del conjunto”, p. 63 ) y del narrar (en cuanto que exposición temporal de lo simultáneo: “La literatura debe transformar el mundo en una hilera de cosas que aguarden su turno, determinado por el paso del tiempo”, p. 64).

No son malos consejos, pero ser consciente de la materia y el tiempo que se manejan no garantiza que se escriba bien. Arnheim lo sabe y también sabe que seguir precisando significa tirarse de cabeza a esas movedizas y confundidas arenas del mero gusto y el criterio de calidad. Y el crítico se lanza con valentía y choca, claro, contra la cuestión de la forma: “[…] la necesidad de recuperar la tangibilidad sensual que posee la mayoría de las palabras y lograr que las frases funcionen coherentemente en los dos niveles del discurso, a saber, en el nivel conceptual donde las palabras transmiten a nuestra mente una situación que puede verse, escucharse, tocarse u olerse, y en el nivel teórico donde el intelecto ejercita su lógica. […] Sea cual fuere el medio, la buena forma es aquella que pasa desapercibida. […] [Y no] un obstáculo en el camino que debe conducir al lector hasta el texto […] porque el propio escritor o escritora parece atribuir una importancia secundaria al contenido” (p. 66).

No le gusta ver la forma, pero la única forma invisible es la que implica la materia lingüística y el narrar en el tiempo: la intriga y el juego con las expectativas al tener que ir de palabra en palabra y de página en página. Está bien: a quién no le gusta sentir el cosquilleo de las adivinanzas. Pero que esto agote las posibilidades formales literarias es mucho pretender.

A mí la historia, la trama, pueden darme absolutamente igual, y puedo disfrutar con estructuras y formas tanto o más que con una historieta muy humana y tal. Aunque el grado de placer es máximo, por supuesto, cuando lo que se dice y cómo se dice son exactamente lo mismo. Arnheim escribe: “Como resultado de la vaguedad del escritor por el espacio ingrávido de lo que podríamos llamar álgebra verbal, el lector se encuentra con un estrépito de sonidos sordos, simples cáscaras del verdadero alimento” (p. 65). Pero no veo la necesidad de que esto sea siempre un error. Imaginemos que queremos transmitir una realidad fría, distante, extraña, inerte; quizás, entonces, para hacer sentir todo eso nada mejor que ese “álgebra verbal” y una forma cargada de geometría que comunique la mudez y la anestesia de aquello de lo que se habla. ¿Qué está mal en esto? Hace años envié a una editorial un poemario con los fósiles como pre-texto. Lo rechazaron porque los versos eran fríos, distantes, extraños, inertes…

Ahora bien, considero que Rudolf Arnheim sí dice una verdad de naturaleza complejísima (para los que nunca han pensado en el asunto) al afirmar: “[…] aunque se trate de nuestro propio ser y de nuestra actitud ante el mundo, es preciso alejarnos de todo ello para convertirnos en un objeto de la escritura y no en un intruso encarnado en la persona del autor” (p. 66). Esto son palabras mayores que tendrían que tener constantemente presentes tanto los escritores como los lectores.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Los jóvenes clásicos no soportan a cadáveres semovientes


GARCÍA GUAL, Carlos. “Leer a los clásicos y elegirlos”, en su Sobre el descrédito de la literatura. Barcelona: Península, 1999, pp. 188-200.


No conozco a mucha gente a quienes les gusten los clásicos. La verdad es que no conozco a mucha gente, ahora que lo pienso… En fin, lo que quiero decir es que me da la sensación de que no hay mucha gente a la que les gusten los clásicos, e incluso me atrevo a creer que el número de los que dicen gustarles ni siquiera coincide con el de aquellos que los leen habitualmente (y no me refiero a los lectores por obligación, matriculados y profesionales de las letras en su mayoría, sino a los que los leen por placer estético o moral). Podría preguntarme por qué, pero sería una pregunta supernumeraria: no los leen porque no les gustan y no les gustan porque… no les gustan. ¿Y por qué no les gustan? ¿Por la misma razón por la que a muchos no les gusta la tónica, por decir algo?

En “Leer a los clásicos y elegirlos”, García Gual deja constancia de que desde el momento en el que desapareció la obligación (académica y social) de leerlos, ponerse en contacto con los clásicos forma parte de “una educación sentimental e intelectual, que cada uno programa a su gusto, eligiendo personalmente esos autores y textos” (p. 199). Tal vez suponga una ganancia, sobre todo para los clásicos, libres al fin de la caterva que los maltrataba y ya en compañía de los que los aman y valoran. Los clásicos son demasiado jóvenes y están demasiado llenos de energía y vitalidad como para soportar a cadáveres semovientes.

García Gual aprovecha para hacer esta categorización: “[…] es que junto a los clásicos universales, hay unos clásicos nacionales, y resulta fácil dar ejemplos de unos y otros (Homero, Esquilo, Virgilio, Shakespeare y Cervantes pertenecen sin duda a la primera clase; Racine, Quevedo, y Goethe, seguramente, a la segunda). Pero también hay unos clásicos personales” (p. 196). Hombre, a mí me sorprende esto de que resulta fácil dar ejemplos de unos y otros, y más cuando veo estos ejemplos. Este de los clásicos nacionales es un asunto espinoso, es decir, sucio, mercantil, y, por ejemplo, no sé hasta qué punto Goethe es un clásico nacional y tampoco sé a ciencia cierta si por ahí tienen a Cervantes (a pesar del buen negocio que para algunos representa) por un clásico universal. Me llegan rumores de que existe el mundo. Quizás sea así y el rumor es el ruido que hace el mundo al girar. Por lo visto, hay algo así como nacionalismos. Pues bien, si ustedes están en el mundo, pregunten a los cultos nacionales por su lista de clásicos universales, a ver si es fácil extraer un criterio.

martes, 6 de noviembre de 2012

El significado de algunas existencias


Como me gusta reírme, agradezco encontrarme con lo humorístico, y debido a que el mundo es de un material (el humano) altamente hilarante, no faltan ocasiones para sonreír o carcajearse. Así, llevado por una intuición fruto de la experiencia, me dejo arrastrar por los títulos de los libros (esa forma de portada o llamativo escaparate) y, en esta ocasión, me parto la caja contra “El significado de las palabras”, en La Estadística. Una guía de lo desconocido (KRUSKAL, Joseph B. Madrid: Alianza, 1992, pp. 211-22, capítulo traducido por J. M. Prada Sánchez).


El profesor de universidad empieza así:

“¿Es posible utilizar la estadística para explicar algo tan difícil de precisar como es el «significado»? Admitida esta posibilidad, ¿no se perdería con ello todo el romanticismo de la poesía y el encanto de la elocuencia?
  Pues bien, podemos estudiar el significado de las palabras utilizando adecuadamente métodos estadísticos […] y, no obstante, se verá que el romanticismo de las palabras está a salvo de la ciencia.
  Las personas pragmáticas pueden preguntarse por qué preocuparse tanto para precisar el significado. ¿Acaso el lenguaje, tras miles de años de evolución natural, no cumple su misión suficientemente bien? Sencillamente, no. Cualquier responsable de tramitar las admisiones en universidades americanas podría atestiguar la dificultad de interpretar los informes escritos de los profesores” (pp. 211-2).

Este hombre tiene que dar unas clases magistrales, a la española. Ese significado entrecomillado… Ese “romanticismo de la poesía” y ese otro “encanto de la elocuencia”… Y qué decir de las “personas pragmáticas” y ciegas para lo trascendental… Y fijémonos en la “evolución natural” del lenguaje, de un lenguaje que no “cumple su misión”… Pero siempre nos quedarán lumbreras que nos guíen lejos del precipicio: “cualquier responsable de tramitar las admisiones en universidades americanas”…

Pero la comedia se extiende en un segundo acto. Por lo visto, alguien pretendía diseñar un test de personalidad (el humor se caracteriza por su efecto “bola de nieve”) y para eso antes quería saber qué entendía una muestra (muy representativa, como casi siempre en estos casos: representativa de los alumnos universitarios que tienen a bien hacer de cobayas) por ciertos adjetivos.

Los “investigadores” emplean un escalograma multidimensional, lo que así, de rebote, me suena a encefalograma plano. Y quién sabe, porque entre las conclusiones leemos, con todo el romanticismo posible de los cínicos no pragmáticos que no tramitan admisiones en ninguna universidad, este elocuente y poético aserto:

“Claro está que el mapa sólo explica parte del significado de dichas palabras; se ignoran por completo otros aspectos” (p. 219).

De pequeño, yo a las moscas les arrancaba las alas, pero no he llegado a profesor universitario. Hoy me limito a quedarme anonadado ante el significado de ciertas existencias.

Se trata de un libro serio, y esto es lo que hace más gracia. Y da tanta risa que a uno se le acaban cayendo lágrimas como chorizos ya no sabe si de alegría de vivir sobre las tablas de este teatro, o del desconsuelo de habitar sobre este núcleo de hierro.

Ajedrez 1984


No sé si Orwell jugaba al ajedrez y, si lo hacía, si era algo importante en su vida. Pero si hago caso de lo que leo en 1984, apostaría que ni lo segundo ni, incluso, lo primero. Bien: tengo el presentimiento de haber metido la pata.

En cualquier caso, digo esto porque me parece que el ajedrez juega un pobre papel en esta novela desde el punto de vista literario, por no añadir desde el punto de vista de las posibilidades del propio juego. Una vez más, el ajedrez podría haber sido sustituido por cualquier otra cosa o actividad que poseyese el mismo valor simbólico en la biblioteca social de la mente del lector, como, por ejemplo, la resolución de problemas lógicos. Y si es sustituible, no es esencial, y si no es esencial, no aparece sino como lejano reflejo de sí mismo.

Hay un Comité de Ajedrez, por lo tanto parecería que el ajedrez posee un poder significativo en esa sociedad utópica; pero también hay departamentos encargados de controlar las canciones de moda, por ejemplo, así que el ajedrez es una mera forma más de comunicación entre los individuos.

Aunque ya sabemos que el ajedrez se asocia con la inteligencia, con pensar. O, más bien, esta asociación es la que maneja la mayoría, sobre todo los que nunca han jugado más o menos en serio al ajedrez. Simbolizaría, pues, la razón, la lógica, el análisis, y en una sociedad en la que impera lo ilógico y la tergiversación, el ajedrez podría ser peligroso porque fomentaría un pensar amplio, radical, crítico. Pero esto es mentira y, por lo tanto, esta posible función simbólica del ajedrez en una obra de ficción  tendría que quedar, más bien, para la literatura de segundo orden.

Encontramos tres ejemplos del uso del ajedrez que pueden ofrecernos una visión más clara de todo esto:

-Después de haber sido torturado, Winston se pone ante un tablero para resolver un problema: mueven blancas, mate en dos. Lo que le trae a la mente la cuestión de la existencia de la verdad metaforizada en la pregunta de si cada vez que se suman dos y dos el resultado es siempre cuatro. Así pues, ajedrez, matemáticas y lógica son perfectamente intercambiables.

-Durante esta escena, el protagonista se dice que siempre ganan las blancas porque el blanco representa el bien, es decir, lo que el poder dice que es el bien y puede hacer que venza a la fuerza. (“En ningún problema de ajedrez, desde el principio del mundo, han ganado las negras ninguna vez. ¿Acaso no simbolizan las blancas el invariable triunfo del Bien sobre el Mal?”,  http://www.librosgratisweb.com/html/orwell-george/1984/index.htm). Pero esta crítica está cogida por un cabello y este se parte: no siempre ganan las blancas.

-Leemos: “Lo que más temía era que la muchacha cambiase de idea si no se ponía en relación con ella rápidamente. Pero la dificultad física de esta aproximación era enorme. Resultaba tan difícil como intentar un movimiento en el juego de ajedrez cuando ya le han dado a uno el mate” (http://www.librosgratisweb.com/html/orwell-george/1984/index.htm). – Tal vez la falta de brillo literario no necesite explicaciones.

sábado, 3 de noviembre de 2012

Urbanismo mental. Cómo hacer habitable un campo de concentración


LE CORBUSIER. Principios de urbanismo. (La Carta de Atenas). Barcelona: Planeta-De Agostini, 1993.

En 1942 se publica La Carta de Atenas, mensaje más urbi que orbi para hacer entender que la ciudad ha de estar al servicio de sus habitantes y que para conseguir eso tan solo hay que usar la razón, es decir, tener una visión funcionalista de las cosas de este mundo: para que las cosas funcionen, hay que organizarlas de forma racional.

En principio, parece sencillo. Observemos que “84. La ciudad, definida en lo sucesivo como una unidad funcional, deberá crecer armoniosamente en cada una de sus partes, disponiendo de los espacios y de las vinculaciones en los que podrán inscribirse, equilibradamente, las etapas de su desarrollo” (p. 128). Observemos, también, que en la ciudad tienen lugar cuatro funciones: habitar, trabajar, recrearse (en el tiempo libre) y trasladarse. Observemos, de paso, que el objetivo del ciudadano es vivir mucho y bien. Observemos, por último, que para que todo esto funcione el interés privado ha de estar supeditado al interés público. En principio, las intenciones parecen elogiables.


Leamos los puntos de la tercera parte, las conclusiones o puntos doctrinales, más aquel con el que se cierra la Carta:


“71. La mayoría de las ciudades estudiadas presentan hoy una imagen caótica. Estas ciudades no responden en modo alguno a su destino, que debiera consistir en satisfacer las necesidades primordiales, biológicas y psicológicas, de su población” (p. 113).

“72. Esta situación revela, desde el comienzo de la era de las máquinas, la superposición incesante de los intereses privados” (p. 114).

“73. La violencia de los intereses privados provoca una desastrosa ruptura de equilibrio entre el empuje de las fuerzas económicas, por una parte, y la debilidad del control administrativo y la impotencia de la solidaridad social, por otra” (p. 115).

“74. Aunque las ciudades se hallen en estado de permanente transformación, su desarrollo se dirige sin precisión ni control, y sin que se tengan en cuenta los principios del urbanismo contemporáneo, elaborados en los medios técnicos cualificados” (pp. 117-8).

“75. La ciudad debe garantizar, en los planos espiritual y material, la libertad individual y el beneficio de la acción colectiva” (p. 117).

“76. La operación de dar dimensiones a todas las cosas en el dispositivo urbano únicamente puede regirse por la escala del hombre” (p. 118).

“77. Las claves del urbanismo se contienen en las cuatro funciones siguientes: habitar, trabajar, recrearse (en las horas libres), circular” (p. 119).

“95. El interés privado se subordinará al interés colectivo” (p. 140).


La era de las máquinas será, imaginamos, la época del capitalismo rampante. El interés colectivo, suponemos, será el de los que trabajarán, trabajan o han trabajado para los amos del capitalismo rampante. La medida del hombre, pensamos, serán sus necesidades entendidas como bienestar físico y psíquico, libertad individual y oportunidades para colaborar en un trabajo eficaz. Sí, suena bien.

Esta mesa es blanca. Esta mesa debe ser blanca. Esta mesa debería ser blanca. Quiero decir que el mundo ya funciona, ¿no? Funciona y en las ciudades también hay niños, viejos, enfermos, mendigos, delincuentes y rentistas que o bien no habitan, o bien no trabajan, o bien no se recrean, o bien no circulan. Esta mesa es blanca. Esta mesa debe ser blanca. Esta mesa debería ser blanca. El mundo ya funciona.

Sí, suena bien que se quiera tontear con debes y deberías adjetivados con léxico biológico y musical cuando las premisas dan por sentado que se posee casa, que se trabaja para otro, que uno se recrea en el tiempo sobrante, que uno se desplaza con o sin ganas. Hay un racionalismo injustificable que todavía pide que el mundo funcione cuando ya lo hace precisamente con las premisas de las que también él parte y que reducen a ridículos debes y deberías unas intenciones propias de secuaces y todo tipo de cómplices.

martes, 30 de octubre de 2012

¿Será falta de fósforo?


ANDERSEN, Hans Christian. “La niña de los fósforos”, en La sombra y otros cuentos. Madrid: Alianza, 1995, pp. 240-3, traducción de Alberto Adell.


[Fuente de la imagen: Wikipedia]

Quizás habría sido mejor haber escrito sobre “La niña de los fósforos” en Navidad para así intentar conmover de manera más eficaz por lo menos a los corazones que en esas fechas están más y mejor predispuestos a ser sacudidos gracias a la coraza de ternura fingida que hay que ponerse para arrostrar las reuniones familiares y la generalizada intensificación a la enésima potencia de la estupidez y rencores varios. Pero he releído hoy el cuento, y estamos en octubre.

Recuerdo que de niño el relato me dejó bastante frío. Sí, en el cuento hace frío: es Nochevieja, nieva, la niña está descalza. Imagino que aunque lo leí en una versión diferente, la historia es tan buena que aquel efecto sobre mí se puede considerar un éxito. Volví a leer el texto cuando tenía veinte años. Es una edad muy mala para leer, sobre todo si en ese momento se tiene entre manos el Werther. La historia me pareció cruel y simbólica, llena de crítica social y cánticos al inmaculado reino que no es de este cochino mundo. La postadolescencia es como la postmodernidad: un recrudecimiento decadente de lo inmediatamente anterior.

Ahora veo que el cuento está diseñado con habilidad efectista e incluso con cierto arte: la dosificación de la información, el ritmo, el juego de colores, la retórica de los contrastes. Y también veo que la historia me parece repugnante: la moral, el culto a la muerte, la moralina, el sermón, la resignación como mensaje de un premio futuro, el cálculo, la trastienda crítica de la teodicea, el dolor sin fuerza, el cerebro anémico. Si es un cuento para niños, miedo dan los adultos en los que se convertirán los que lo hayan leído de pequeños con el corazón tembloroso y con el mismo corazón de callo como gelatina todavía tiemblen de emoción al leerlo pasada la infancia.

Y disculpen (o celebren) que me vaya tan pronto: voy a por un tratado de geometría.

sábado, 27 de octubre de 2012

John Kinsella juega a la poesía con el ajedrez


Creo recordar que en alguna ocasión ya dejé constancia aquí de mi gusto por el poeta australiano John Kinsella. Ayer, mientras hojeaba un par de antologías, encontré dos poemas en los que el ajedrez juega con los versos de manera mínima y máxima: desde la altura del título arroja su luminosa sombra de sentido para intensificar la emoción y ahondar el significado de dos desesperaciones y una misma soledad: las del loco y las del suicida. Casi nunca el ajedrez aparece en la Literatura de forma tan coherente y estructuradora.


Chess Piece Cornered

Mice in the eaves, and breathe well my dear
Breathe well my dear, mice in eaves in madhouse.
Breathe well in this
                                                  space
                                                  solitude,
                                                                     breath never
sweet breath, that lends me not
to the small persistent clutter of mice,
river long, and this, your breath
hard to find. Mice in their short breath
heard only at night. By the vent. By the pillow.[1]


___________________


Endgame

Who upon chewing glass
to a point where his lips, cheeks, and tongue
became a viscous paste
then took his leave
calling on the regenerative powers
of the river
and found a jetty from which to launch
his healing swim
who finished his can of emu bitter
and placed his shoes and the bulk of his clothes
neatly by the iron-knuckled
capstans.[2]



[1] TRANTER, John & MEAD, Philip (ed.). The Penguin Book of Modern Australian Poetry. Ringwood: Penguin, 1991, p. 459.
[2] KINSELLA, John. Poems 1980-1994. South Fremantle: Fremantle Arts Centre Press, 1997, pp. 218-9.

miércoles, 24 de octubre de 2012

Duchamp, ¿qué me pasa?


CIRLOT, Lourdes (ed.). Primeras vanguardias artísticas. Textos y documentos. Barcelona: Labor, 1993. Traducción de Lourdes Cirlot. (“André Breton: «Marcel Duchamp»”, pp. 117-121; “Paul Klee: «Experimentos exactos en el ámbito del arte»”, pp. 280-2).


En su escrito de 1922, André Breton afirma que “Duchamp no hace más que dedicarse al ajedrez y ya sería suficiente para él mostrarse un día inigualable en este juego” (ob. cit., p. 119). En un texto de 1928, Paul Klee dice que “El genio es el genio, es un don, sin principio ni fin. Es innato. Al genio no se le enseña, porque no entra dentro de la norma sino que es un caso singular” (ob. cit., p. 281).

Habrá quien opine que estas dos citas soltadas así, sin más, en el párrafo anterior, no guardan relación entre sí. Sin embargo, es más que probable que tan sólo así, soltadas sin más, como en el párrafo anterior, mantengan algún tipo de relación. Si, como creía Falla, el arte no se enseña pero sí se aprende, habría que preguntarse si existe algo así como una escala de valor creativo que, de menos a más, va del artesano al genio pasando por el artista. En caso afirmativo, al artesano se le podría enseñar su oficio y el artista podría aprenderlo, pero ambos carecerían de la posibilidad de cumplir lo que no se enseña en las escuelas y que caracteriza al genio, algo que Klee lanza con magistral ironía: “Se deberían poner deberes como, por ejemplo, la construcción del misterio” (ob. cit., p. 282).

Dudo que Duchamp quisiese mostrarse inigualable en ajedrez. Imagino que muy pronto conoció sus limitaciones como ajedrecista y que siempre supo que sus posibilidades creativas estaban en esas alturas de los misterios que el genio no puede evitar explorar. Ahora bien, Breton sí parece un artesano con ambiciones también artísticas.

Pero la pregunta es la siguiente: Si el campo en el que se manifiesta el genio no fuese el de la cultura, es decir, el de la expresión, la conservación y la transmisión, sino el de lo estrictamente efímero, ¿se podría seguir hablando de genio? Imaginemos una escuela invisible, la de las obras de los genios, regida por aquella pregunta de Nietzsche: ¿Cuánta verdad eres capaz de soportar? Y ahora imaginemos a una especie de Sócrates del que nadie puede guardar memoria material, alguien cuyas manifestaciones nadie registra más allá de la mera experiencia, alguien radicalmente ajeno a toda escuela, alguien cuya pregunta, por ejemplo, fuese: ¿Cuánta intensidad eres capaz de soportar?

Tal vez lo único que comunique la creación es la experiencia de la posibilidad de la creación. Por lo tanto, no supondría un error pensar que la cultura no deja de ser un azar que más bien transgrede las probabilidades de que el genio se haga sentir y saber. Y si la civilización es el negocio alrededor de la supervivencia y la cultura es el homenaje al mecanismo de la herencia mediante su idealización, entonces yo me pregunto, Duchamp, qué me pasa, qué son todas estas vueltas que doy alrededor de los moribundos monumentos funerarios.

sábado, 20 de octubre de 2012

Los sueños de la utopía producen las mismas pesadillas que la realidad de la vigilia


LONDON, Jack. “La fuerza de los fuertes”, en Relatos. Madrid: Cátedra, 1998, pp. 344-360. Traducción de Martín Lendínez, Francisco Cabezas, Jacinta Romano y M. I. Villarino.


Había no sé qué, luego inflación cósmica, después inflación bariónica, más tarde asimetería entre materia y antimateria… El universo se expande, se enfría, sus partes se acercan, se confunden – y este juego centrífugo y centrípeto parece no tener fin salvo que se regrese no al origen, sino a lo previo a lo que por ahora tenemos por principio.

Comprenderán que la vida del hombre ha cambiado después del salto de Felix Baumgartner y que yo siga sin tomarme nada en serio, por eso las noticias del telediario me llegan de la boca del que tiene a bien contarme cosas del mundo. Por lo que oigo, el mundo no va bien, a pesar del salto del americano.

Leo “La fuerza de los fuertes”, el cuento de Jack London. En principio, es decir, al final, un alegato en defensa del socialismo a las puertas de la Primera Guerra Mundial. En realidad, un resumen-ficción, una hipótesis tan imaginativa como antropológica acerca de cómo los hombres comienzan a unirse por interés, para luchar contra un enemigo común (y mientras unos duermen, otros vigilan), y acaban por luchar entre sí porque unos pocos tiranizan a la mayoría debido a la estupidez de los muchos y al abuso estratégico de las leyes que en un principio aseguraban la supervivencia de la comunidad.

El viejo cuento de la primigenia simbiosis entre los tontos y los malos. Y algo más. El cuento de London podría hacer pensar a muchos actuales indignados y manifestantes convencidos (los hay que lo son por pasar el rato) en la relación entre necesidad y cambio, entre utopía y repetición, entre interés y verdad.

Yo recomiendo la lectura de este cuento por recomendar algo. En tiempo de crisis, quizás se flote mejor en un poco de veneno.

miércoles, 17 de octubre de 2012

Sherlock Holmes tropieza con una bicicleta


CONAN DOYLE, Arthur. “La aventura de la ciclista solitaria”, en Aventuras de Sherlock Holmes. Madrid: Club Internacional de libro, 1993, pp. 165-85. Traducción de ?


Los protagonistas de las novelas detectivescas suelen cometer errores y eso hace que caigan bien, como, por lo demás, sucede con la gente de carne y hueso. Esos errores son de dos tipos: o puntuales, en el transcurso de las investigaciones, o generales: errores de carácter, a veces auténticos vicios, que en lugar de menguarlo, incrementan su atractivo.

Es raro ver cometer errores de bulto a Sherlock Holmes. Me consta que hay lectores tan honestos como para no dejarse llevar por el imperativo del gusto mayoritario y confesar que Holmes muchas veces les cae mal. Probablemente ese era el objetivo de Conan Doyle cuando ideó al personaje, como para compensar la irrealidad de las consecuencias de las facultades del detective con la realidad que hace que alguien con una inteligencia y una praxis superiores a la media se sienta soberbiamente orgulloso de eso y caiga mal a los mediocres, tal vez movidos por el miedo a lo incontrolable, miedo que se convierte en odio y desprecio gracias a ese mecanismo de defensa que parte del placer de tener razón.

De ahí que “La aventura de la ciclista solitaria” resulte un bálsamo para las heridas narcisistas. Porque en este cuento Sherlock no da una. Ya al comienzo advierte Watson que se trata de un caso sin apenas importancia en el que su admirado Holmes mete la pata hasta la corva. Y así es: Sherlock Holmes se dedica a criticar a su amigo, a meterse en peleas tabernarias, a adivinar a posteriori lo que adivinaría un lector de cinco años, y a hacer de simple gendarme. Lo cierto es que no se puede hacer peor.

¿Por qué, entonces, “funciona” el cuento de Conan Doyle? ¿Por qué se lee con agrado a pesar de la pésima traducción, de la estúpida trama, de la carencia de brillo de los personajes, y del predecible final, lo que en principio tendría que suponer el suicidio para una pieza detectivesca? Pues pienso que el texto se lee con auténtico placer porque posee esa calidad literaria que no precisa del efectismo de la psicología del lector rencoroso, ni de la fisiología de la sorpresa y el susto, ni del escabroso prurito del cotilleo. El cuento está bien escrito. ¿Qué más necesita? Y, con todo, aquí estamos dando explicaciones…

sábado, 13 de octubre de 2012

Hambre - Rimbaud


                         


Hambre

Si tengo gusto, no es más que
Para la tierra y las piedras.
Almuerzo siempre aire,
Roca, carbones, hierro.

Hambres mías, girad. Pasad, hambres,
              El prado de los sonidos.
Atraed el alegre veneno
              De las enredaderas.

Coman riscos que alguien quiebra,
antiguas piedras de iglesia
o de diluvios de antaño;
panes de los valles pálidos.



(Rimbaud: "Hambre", Una temporada en el infierno. En Poesía completa, Madrid: Círculo de Lectores, 1998, pp. 327-8. Traducción de Miguel Casado, Aníbal Núñez, Gabriel Celaya y Cintio Vitier).

martes, 9 de octubre de 2012

Ajedrez, poder y poesía


Dentro de la “Historia del envidioso”, dentro de la historia del segundo calenda –hijo de rey-, dentro de la historia de los tres calendas y las cinco damas de Bagdad, dentro de la historia de Scherezade, dentro de la historia de los hermanos Schahzenan y Schahiar, leemos:

“El príncipe ordenó después que le trajeran un juego de ajedrez y me preguntó, por señas, si sabía jugar y si quería jugar con él. Besé otra vez el suelo, me llevé la mano a la cabeza y le indiqué así que aceptaba tal honor. El Sultán me ganó la primera partida, pero yo gané la segunda y la tercera. Sin embargo, al notar que este le disgustaba, para consolarle, le hice un cuarteto y se lo entregué. En el verso le decía que dos poderosos ejércitos, que habían combatido desde la mañana a la noche con ardimiento, hicieron la paz y durmieron tranquilamente sobre el campo de batalla” (Las mil y una noches. Madrid: Editorial AHR, 1963, p. 147, traducción de Francisco Narbona).


[Ejemplo de la poderosa combinación ajedrez-poesía]

Fue atrevido el calenda, en ese momento convertido en mono, al no actuar como un pusilánime: cuando se juega con el poder siempre hay que ser consciente de que lo más probable es que estemos tratando con una especie de niño con una pistola y licencia de armas. Claro que ante el poder no hay disimulo ni subterfugio que valga, que garantice seguridad, y la misma actitud servil puede conducir al desprecio y la caída en desgracia. Las leyes del poder son las del privilegio. De ahí que el atrevimiento del calenda sea más una inteligente ausencia de estrategia y afección que, al fin y al cabo, no parte de la premisa de ser más poderoso que el poderoso, tan astuto como para saltarse su poder y aprovecharse de él. Si fuese así, el calenda habría sido cualquier cosa menos inteligente y habría quedado expuesto a su propia estupidez (la idea de llegar a ser más poderoso que un poderoso, lo que equivale a creerse, por ejemplo, capaz de mezclarse con la mafia y tomarles el pelo, y quien dice mafia, claro, puede decir Estado, banca, etc.) y a sus consecuencias, pues toda estrategia que la presunta astucia utilice como ley para vencer los privilegios del poder se parece, en definitiva, a lo que hacían aquellas gallinas del experimento que picaban en botones tras haberse encendido unas luces porque habían tenido cierta experiencia exitosa y habían concluido por convertir aquel mecanismo en cuestión de ciencia y fe, cuando ya los científicos habían programado la máquina para que la comida fuese expendida al azar, es decir, como a ellos les venía en gana.

El calenda se expone a la ira del poderoso que es derrotado sencillamente porque no puede evitar jugar mejor al ajedrez. Ahora bien, ¿cómo soluciona los problemas que acarrea la justicia en el reino del capricho? No con razones ni mentiras, sino con placeres: el poema del mono calma a la bestia del hombre.

sábado, 6 de octubre de 2012

Un cuento de Gogol, el desierto y la mirada


GOGOL, Nikolaj Vasilevic. “La noche de mayo o La ahogada”, en Taras Bulba y otros cuentos. Madrid: Club Internacional del Libro, 1993, pp. 151-181. Traducción de ?

Está la historia de las soberanas meteduras de mata. De Gogol se dijo que era el “Homero de la vulgaridad y de la insipidez”. Y que te llamen Homero no es poca cosa, sin duda, pero ni ese nombre se libra del irónico contagio de las palabras que en esta descripción lo acompañan. Si la historia de la humanidad, según Voltarie, es la historia de la estupidez, el cuento de los clásicos desprestigiados en vida, ¿qué calificativo puede recibir?

“La noche de mayo o La ahogada”, un relato cualquiera de Gogol, leído en una traducción infame, me hace pensar. Y digo pensar, no meramente criticar. Hay obras tan malas de las que se extrae algo bueno: el cabreo te hace encontrar en ti mismo la manera de corregir el atentado literario a través de la crítica implacable. Pero esto es como cuando aprendes de una paliza: agradeces haber aprendido y jamás le perdonas el método a quien lo empleó contigo.


[Mirada del hombre ante el desierto poblado]

Hay quien, escriba lo que escriba, acierta porque siempre añade algo de una calidad que compensa y eleva lo que lo envuelve. Así, pienso que en este cuento Gogol nos enseña cómo ha de ser la mirada (la escritura) en este mundo o desierto poblado: una mirada rápida en las transiciones, ante los cambios, ante el movimiento que acontece, y, al mismo tiempo, más lenta que cualquier movimiento, de una velocidad parsimoniosa que registra el milímetro y el milisegundo de lo que por el momento permanece en su ser. Esa lentitud que acompaña a la rapidez permite la impresión/expresión no sin apasionarse sino con la pasión del pensamiento que se lanza, paso a paso, paladeando la propia pasión, a los abismos de lo que perennemente huye de la desaparición en la que caerá.

miércoles, 3 de octubre de 2012

Los sueños del mundo


WELLS, H. G. “El sueño de Armageddon”, en El nuevo acelerador. Madrid: Unidad Editorial, 1998, pp. 60-92, traducción de Bibliotex.


De entre lo poco que he leído de ciencia ficción, me quedo con Asimov y Wells. Me pasa con este género como con el de fantasía (y, en general, con todo libro de género): a falta de Literatura (por lo visto, redactar y publicar libros de ciencia ficción, fantasía, rosa, policíacos, de terror o para niños y adolescentes exime, por ejemplo, de saber adjetivar), me gusta en estas obras todo lo que se aleja de lo fantástico, extraordinario y maravilloso, es decir, lo que se pega a la realidad y habla de la realidad (de manera que sigo pensando que lo del género es la parafernalia que oculta el no saber escribir Literatura).

Algunos textos de género (como este cuento de Wells, “El sueño de Armageddon”) poseen la rara cualidad de la claridad densa, una especie de escritura esquemática que engrana de manera simple y armónica varios mecanismos sencillos para formar un organismo esquelético en el que los movimientos y los roces operan la penetrante música de lo casi siempre invisible debido a la carne y la ropa con que se van disfrazando los seres en devenir. Lástima que esta desnudez se articule con una proporcional pobreza literaria.

La narración de Wells nos habla de eso que es la antítesis de lo fantástico y el tuétano de la Literatura: lo que todos, de alguna manera, sabemos. Nos habla de la naturaleza y el poder de la vida onírica y de los sueños (algo que no sólo nos asombra a los mediocres, niños o adultos, sino que también ocupó y preocupó a Platón, Descartes, Freud o Jünger); del amor y la esperanza como sueños del mundo; de los sueños del mundo, sueños de belleza y placer siempre eternos, como pesadilla final, como guerra del mundo contra sí mismo; de la guerra como juego bestial de aprendices de brujo; de la vida del hombre en el mundo, vida que es guerra hasta que no queda abolido el mundo durante un instante tan efímero e intenso y real como un sueño – muerto al despertar, inevitablemente, a la muerte de todo lo que es.

En Harmaguedón (si me permiten utilizar la traducción de la Biblia de Jerusalén) se reunirán las huestes del mal para luchar contra el Dios Todopoderoso. Guerra inútil con la que comenzará en la Tierra el reinado mesiánico de mil años. ¿Pero qué son mil años? ¿Qué son comparados con el tiempo pasado, con el tiempo por venir? ¿Qué son mil años y mil sueños en el despertar eterno? “¡Auténticas pesadillas! ¡Dios mío! Aves gigantescas luchaban y se destrozaban” (ob. cit., p. 92).